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viernes, 21 de marzo de 2008
LOS DIEZ DUROS
Música de Papagüevos II


Santiago Gil




No nos acordamos de nuestros primeros pasos, pero sí de nuestro primer amor y de todos aquellos estrenos que han ido marcando el destino de nuestra existencia. Yo, por ejemplo, recuerdo cada Jueves Santo el primer sueldo de mi vida. Fue después de misa, hace más de treinta años. Cobramos diez duros por dejarnos lavar los pies en una función religiosa con la iglesia de Guía totalmente atiborrada y con todo el boato de don Bruno y el sacristaneo de los meapilas de aquellos años. Nosotros hubiésemos pagado por estar donde estábamos, y de hecho había que pelotearse durante semanas al ínclito don Bruno para que te seleccionara en ese equipo de privilegiados del que estaba pendiente todo el pueblo. El resto de los días de Semana Santa lo que valía era la ropa de monaguillo para coger el incensiario o cualquiera de las palmatorias que ponían la penumbra y el olor a cera en las procesiones. Yo conseguí mi puesto de apóstol gracias a Manolo el sacristán. No tenía nada que ver con don Bruno. Era un hombre bonachón y relajado que yo creo que iba por la iglesia para darle rienda suelta a su vena artística tocando el órgano y cantando canciones en latín. Ser elegido apóstol era garantizarte diez duros de los de entonces para golosinas y dulces en el quiosco de Doña María o en la dulcería de Milagritos que estaba justo al principio de aquella calle de adoquines y escaleras que uno cree haber encontrado luego en Lisboa, una calle de fados y de sombras que una y otra vez aparece en mis recuerdos de infancia o en las carreras casi suicidas camino del barranco.

Los diez duros, que eran unas monedas de empaque, pesadas y enormes, nos los daba don Bruno cuando acababa la misa y ya habíamos colocado en los roperos que estaban a la entrada de la subida del camerín las grotescas ropas de monaguillo con las que nos disfrazaban de san Juan , san Pedro o san Felipe. El agua estaba helada, pero a uno le daba igual el frío cuando pensaba en la milhojas o en la decena de sobres de estampas que podríamos agenciarnos con los diez duros. No sé si los curas se creían que estábamos allí por devoción. Allá ellos con sus sus creencias. Entonces está claro que uno no se atrevía a cuestionar los dogmas; ni tampoco sabíamos que hubiera vida inteligente más allá de los cielos y de los infiernos. Pero aun así sí teníamos claro el interés de la parafernalia. Ya el Viernes Santo sabíamos escaparnos a tiempo del sermón de las Siete Palabras y aparecer por la iglesia sólo cuando iban a salir las imágenes de Luján Pérez en procesión. No valía la pena aguantar aquellos plúmbeos, aburridos e interminables sermones de don Bruno para ir detrás de los santos. Lo que hacíamos era meternos entre los tronos, acercarles el agua a los cargadores y mirar con cara de pasmados los rostros sufrientes de La Dolorosa o del Cristo de la Columna. Uno, en Guía, sí es verdad que se siente afortunado de haber podido gozar de un arte tan sublime desde niño. Nos pusieron el listón muy alto. No me queda nada de la religión de entonces, casi todo falacia y martirilogio, pero sí es verdad que mis cánones y mis conceptos de belleza sí quedaron marcados por la genial imaginería de Luján.

Ahora te pagan y no ves nunca el dinero, y cuando te lo dan contante y sonante te quedas traspuesto y mirando a los celajes por la poca consistencia de las monedas o por el trasluz tan poco romántico de los billetes. Aquellos diez duros que nos daban entonces, moneda bruta y enorme donde la hubiera, sí era una recompensa aceptable que pesaba en tu bolsillo y dibujaba un gesto de asombro entre los amigos que no habían tenido la fortuna de haber sido elegidos como apóstoles. Yo fui apóstol por lo menos una vez en mi infancia. Eso es algo que no puede decir todo el mundo. Y cobré de aquellas monedas nada virtuales y manejables que yo creo que gastabas sobre la marcha para no tener que cargar más de un día. Lo material tenía otro valor en aquellos años, y sólo me basta recordar también las llaves enormes de las casas de mis abuelas. Se presumía de que las puertas no se cerraban nunca, pero yo creo que no lo hacían para no tener que estar cargando en los bolsillos aquellas llaves parecidas a las que llevaba San Pedro cuando salía en procesión por La Atalaya. Hoy quiero celebrar el aniversario de ese primer sueldo apostólico que gasté en milhojas, caramelos, cornetos y masticables. Me pagaron por lavarme los pies, sólo por eso. Luego he podido cobrar mucho más dinero por los diferentes trabajos que he ido realizando a lo largo de mi vida. Pero nunca fue tan fácil ganar monedas como entonces, ni tampoco he vuelto a notar la recompensa con el mismo peso y el mismo tacto de aquella vez. Ahora supuestamente también cobro, pero sólo lo veo en la pantalla de un ordenador. Entonces no sólo cobraba con más peso. También lo que ganaba me lo gastaba en los quioscos de golosinas o en aquellas dulcerías que olían siempre como uno soñaba que debía oler el paraíso.

21 de marzo de 2008.

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Diseño gráfico de José Miguel Valdivia.


Modificado el ( jueves, 08 de mayo de 2008 )
 


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