INVIERNO Javier Estévez
El invierno no comenzó
oficialmente el pasado veintidós de
diciembre. Lo hizo unos días antes, cuando floreció el único ejemplar de oro de
risco que sobrevive en los riscos indómitos del barranco de Salinas. No hay seres
vivos más sensibles a los cambios de estación que las plantas, y el oro de
risco (Anagyris latifolia), especie
que se ahoga en el mar de la extinción, celebra con sus pétalos dorados la
llegada del invierno.
Sigue ausente el alisio. El frío y
la oscuridad, con sus cuchillos y sus sombras, abrazan a las ciudades y sus
calles. Al igual que el oro de risco, la nostalgia y la melancolía también
florecen con el invierno. Y hace tiempo comprendí que los ángeles sólo mueren
en estos días que se suceden. Sin embargo, la naturaleza sigue
con sus taquicardias y sus celebraciones. La vida no espera a nadie. Las noches
comienzan a menguar y el sol abandona su timidez de otoño para alargar su
elipse irremediable. En invierno se estremecen más que nunca las estrellas y sus
luces. Durante las noches invernales tiritan sobre los tejados las doce estrellas más brillantes del firmamento: Sirio,
Arturo, Vega, Capela, Rígel, Proción, Betelgeuse, Altair, Aldebarán, Antares,
Espiga y Pólux. Con unos prismáticos rudimentarios también se pueden ver las lunas
más brillantes e inimaginables de Júpiter y se puede hacer un recorrido por la
franja estrellada que ahoga a la
Vía Láctea. Sólo durante el invierno el cielo nos regala una
estrella cada noche. Y
sólo durante el invierno el verde alcanza al mar. Las laderas pedregosas y desérticas
se disfrazan, con las lluvias, de prados esporádicos y nos invitan a tumbarnos
sobre ellos para ver pasar el cortejo de nubes desplegadas sobre imaginarias
líneas de combate, como férreos navíos. Y sus vientos, que arrastran desde
Europa cientos de aves repelentes al frío continental y sus extensiones. En los
bajíos y sus plataformas de lavas domadas se instalan silenciosamente chorlitejos,
zarapitos trinadores, vuelvepiedras o andarríos. Mientras escribo
estas líneas, los almendros copulan dionísicamente sin pausas ni dilaciones y hacen
del invierno su primavera, cumbre de su amor cenital. En el barranco del
Calabazo, donde la tierra se arruga tímidamente, unas decenas de barbusanos
descienden de las fisuras inalcanzables a los campos de cultivo abandonados y
olvidados. El bosque recupera sus dominios gracias al sueño urbano y
concupiscente del hombre. Pero regresemos al
incendio verde, donde pasta Pantagruel con sus ovejas. Hay tanto verde para tan
poco animal, que éstas deberían salir con tupperware porque no está el mundo
para sobras. Son tan extrañas hoy en día las ovejas en el paisaje que en unos
lustros alguna agencia avispada organizará excursiones y expediciones a
cortijos y dehesas buscando un insólito animal rumiante ungulado cuadrúpedo,
hembra de la especie Ovis aries. Nosotros somos
rumiantes como las ovejas, pero a diferencia de éstas, nosotros no regurgitamos
alimentos, sino pensamientos. A fuerza de
rumiar pensamientos y recuerdos
el vértigo lo invade todo, cantó el poeta Kavafis. Es entonces cuando llega
el invierno temido y verdadero con sus herramientas y sus miedos. Por eso, los
ángeles sólo mueren en invierno. Enero de 2008.
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