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jueves, 08 de noviembre de 2007
FUERA DE JUEGO
Música de Papagüevos II

Santiago Gil
            

Me ha pasado muchas veces a lo largo de la vida. Un buen día te ves en una ciudad extraña o en la sala de embarque de un aeropuerto y te preguntas qué estás haciendo y hacia dónde estás conduciendo tus pasos cada vez más apurados y estresantes. Pero también te pasa al lado de tu casa, o cuando la muerte te golpea de cerca, o en esos días que amanecen tristes incluso antes de que tú despiertes y entres a formar parte de la comedia diaria. Te ves en fuera de fuego, como si no entendieras nada de lo que pasa y como si te hubieran dejado a la intemperie, solo y desangelado en mitad de un campo que no te pertenece.

A mí esa sensación de orfandad y de desarraigo me lleva directamente al primer partido federado que jugué con la camiseta del Guía. No sé qué edad tendría, pero no creo que pasara de los ocho años. Entonces no había cadena de filiales, ni entrenamientos sistemáticos, ni mucho menos clases teóricas en las que nos enseñaran las claves y los intríngulis del fútbol. Aprendíamos a jugar en las calles, las maretas vacías y en las canchas bacheadas que había por el pueblo. Lo de ir al campo de La Atalaya, que entonces era el oficial y el único más o menos decente que había en el pueblo, eran palabras mayores. Detrás de esos primeros equipos de fútbol de la Unión Deportiva Guía estaba siempre el bueno de Paquito Gordillo. Yo creo que hasta compraba las camisetas y las botas que nos daban en aquellos primeros encuentros federados. Por lo menos los bocadillos y las botellas de agua sí las pagaba de su bolsillo. Se movía por la pasión futbolera, y ejercía de directivo, entrenador, delegado de campo y padre putativo de todos nosotros. Nos íbamos a La Atalaya o a Barrial y nos distribuíamos en el campo como buenamente podíamos o cabíamos. Recuerdo el primer partido más o menos serio. Jugábamos contra La Atalaya y cuando Paquito me preguntó que de qué quería jugar yo le dije que de delantero centro. Sonaba bien lo de delantero centro del Guía, y además me hermanaba con Santillana, Quini o Carlos, un jugador del Bilbao que creo que fue el goleador de la Liga de aquel año. Entré en la segunda parte con una camiseta que me llegaba a las rodillas y me fui directamente a la zona del punto de penalti. No recuerdo nada más que los gritos de Paquito desde la grada para que me viniera al centro del campo. Yo le decía que no, que quería meter goles y que además allí estaba solo, sin ningún defensa alrededor que me marcara. Nadie me había explicado lo que era el fuera de juego, y si lo habían hecho yo me había enterado de bien poco. Sólo quería estar para meter goles, y lo demás, las reglas del juego y las estrategias, me importaba una higa. No sé cómo acabó aquella escena surrealista. Recuerdo que se me acercó el árbitro y que trató de explicarme la situación, pero no hubo manera de sacarme de las inmediaciones del área. A lo mejor volvía un momento a mi campo, pero desde que veía que el balón iba para delante ya estaba colocado nuevamente detrás de los defensas. Todos eran mucho mayores que yo y tenían claras las cuatro reglas básicas del fútbol. Me sentía fatal siendo un incomprendido, y no sé si me expulsó el árbitro o si el pobre Paquito me sacó del campo lo más rápido que pudo para evitar el ridículo. Aprendí lo que era el fuera de juego un poco más adelante y ya pude jugar partidos siguiendo las normas establecidas. Nosotros, cuando jugábamos por las calles o los campos improvisados, jamás contábamos con el fuera de juego, y me imagino que por eso aquellos encuentros eran tan entretenidos y terminaban casi siempre con marcadores de más de dos dígitos. Las reglas encorsetan siempre las pasiones y los divertimentos.

Para mí el fuera de juego, por más que lo entienda y que sepa cómo se evita, siempre será aquella sensación de orfandad e incomprensión que tuve una mañana de sábado en el campo de La Atalaya. Salvando las distancias, es la misma que uno se encuentra muchas veces en la lucha diaria de la supervivencia. Cada vez son más las veces en que los acontecimientos que observo a mi alrededor me dejan igual de desorientado y perdido. No entiendo muchas de las cosas que están pasando por cotidianas. Me niego a aceptar, por ejemplo, la manipulación, el abuso o la desigualdad. Yo veo que los demás juegan, y que encima te piden que te quites de en medio, o que te metas en su campo para ser como ellos. Y cuando no lo haces te ves como perdido y extraviado en medio de un mundo que no reconoces y no entiendes. Entonces era un juego, y resultaba hasta divertido y anecdótico. Ahora, en cambio, me descorazona cada vez más esa sensación de quedarte en fuera de juego en medio de una vorágine cotidiana que te sobrepasa y que trata de someterte a todas horas. Por eso me quedaré siempre con la libertad de los partidos sin árbitros que jugaba en la calle. No es que en la vida preconice la anarquía, pero cada día echo más de menos el poder disfrutar de la libertad como me plazca. Y si lo haces, lo más probable es que te acabe expulsando inmediatamente cualquiera de los árbitros moralistas que se te aparecen por todas partes. Jugamos, sí, pero casi siempre sin imaginación y sin alegría. No nos dejan hacer lo que queramos. Sólo pretendemos meter goles y ser felices. Tenemos que negarnos a la especulación y a la renuncia del divertimento y del espectáculo. Tanto en la vida como en el deporte.

Noviembre de 2007.

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Diseño gráfico de José Miguel Valdivia.


Modificado el ( jueves, 08 de noviembre de 2007 )
 


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