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jueves, 27 de septiembre de 2007 |
PELOS CON HISTORIAMúsica de Papagüevos II Santiago Gil
Yo de niño no sabÃa que el pelo crecÃa casi al ritmo de la luna. Era pelo y habÃa que cortarlo cada cierto tiempo. Esa era nuestra única certeza. Ahora me he vuelto más metafÃsico y en cada pelo que pierdo, además de la congoja por una posible calvicie, hay mucha reflexión sobre el paso el paso del tiempo y sobre lo que vamos dejando atrás. Además de recuerdos, dejamos pelos. De alguna manera son un presagio del polvo que seremos, una parte de nosotros que queda a merced del viento o de los vertederos. A lo mejor por eso, a partir de una cierta edad, nos da tanta pereza cortarlo.
Con cada nueva pelada no hacemos más que seguir los ciclos de la propia naturaleza. Nos hemos acostumbrado a desprendernos de los pelos sin gorigoris y sin llantos funerarios. Desde niño nos llevaban al barbero y nos dejaban la cabeza como una pista de aterrizaje. Para que el efecto aerodinámico fuera más creÃble nos decÃan que nos pasaban el avión por la nuca. Siempre pensé que era verdad que el motor de aquella máquina era el de un avión. Nunca me atrevà a mirar. Por una vez hacÃa caso y me quedaba quieto y con los ojos cerrados, supongo que soñando mil aventuras a bordo del boeing que venÃa a recoger mis pelos y a volar sobre mi cabeza todavÃa llena de pájaros y de sueños.
Nosotros elegÃamos los barberos –todavÃa no habÃan pasado a llamarse peluqueros- según el tiempo que tardaran en cortarnos el pelo. No daba igual la estética, por lo menos antes de los trece o catorce años, y lo único que buscábamos era salir corriendo cuanto antes para la calle. Yo me pelaba, según las prisas o las cercanÃas, en la barberÃa de Juan Fernando que estaba en esa maravillosa calle escalonada que conduce al cine Hespérides, o con Fidel en el Siete. Fidel era el moderno y Juan Fernando el clásico, y de eso se daba cuenta uno por los aparatos, el diseño de las peluquerÃas y hasta por las propuestas de pelada que nos ofrecÃan. Alguna vez me pelé también en una maravillosa barberÃa que estaba en la Plaza de San Roque regentada Juan. También recuerdo la estampa cotidiana y conservada en el tiempo de la barberÃa de Facundo en la trasera de la iglesia. En todas ellas habÃa un porrón de agua helada, sobre todo en las más antiguas. Llegábamos sudorosos en busca de un agua que no es verdad que fuera insÃpida. Es mentira que el agua sea insÃpida, por lo menos cuando se recuerda nunca lo es.
Los barberos de antes nos pelaban mientras conversaban con muchos compañeros de tertulia, sobre todo en la peluquerÃa de Juan Fernando y Juan el de La Atalaya. Uno aprendÃa lo suyo manteniéndose callado y escuchando. Se comentaban las noticias de los periódicos y las últimas cuitas del pueblo, y la radio estaba todo el rato actualizando la información de los parroquianos. Se hablaba despacio, y de fondo sólo se escuchaba el traqueteo incesante de las tijeras y las voces pausadas de quienes sabÃan que tenÃan todo el tiempo del mundo para pergeñar una idea o dar con la metáfora perfecta, aun cuando la mayorÃa no supiera lo que era una metáfora.
Nosotros nos mirábamos concentrados en el espejo calculando el tiempo que quedaba para salir corriendo. Generalmente eran nuestros padres los que ya habÃan dado las consignas previas de nuestras peladas. Ni siquiera las pagábamos nosotros. Llegábamos, nos asomábamos, y si no habÃa nadie nos ponÃamos en manos del barbero. También nos gustaba esperar ojeando las revistas, o leyendo los carteles antiguos y las marcas de los distintos recipientes que habÃa por todas partes. Nos encantaba la proliferación de aparatos antiguos, que seguro que habÃan pertenecido a abuelos, bisabuelos o tatarabuelos de los barberos que esquilaban nuestras testas frondosas.
También queda el olor. Los olores no se pueden escribir. Se recuerdan y se comparten con quienes los descubrimos. Cada barberÃa tenÃa su propio aroma particular, olores a espumas y colonias, a marcas casi todas desaparecidas que más que perfumar te condenaban de por vida a ir por el mundo llevando un aura olorosa indeleble. No eran nada sutiles aquellos olores de entonces. De alguna manera era el propio olor de los tiempos que vivÃamos, un aire algo carca y poco delicado que luego acababa mezclándose con el olor de la cera de las velas de las iglesias y con tabacos de acres y densas humaredas.
Buena parte de nuestras miradas quedaron atrapadas para siempre en aquellos grandes espejos, algunas veces mezclándose con antepasados nuestros de los que ni siquiera habÃamos tenido noticias. Es mentira que no permanezcamos en los lugares por los que vamos pasando: los espejos nos atrapan y nos mantienen en el azogue con la misma cara y los mismos gestos de entonces. Lo que pasa es que no nos vemos. Aún no tenemos capacidad para atravesar los espejos y adentrarnos como Alicia en otros mundos. Pero estamos por ahà dentro, seguros y a salvo, y además recién pelados y perfumados de arriba abajo.
Lo que sà me he preguntado siempre es qué se harÃa con cada uno de nuestros pelos. QuedarÃa poco literario pensar que eran tirados a la basura. No lo creo, entre otras cosas porque antes todo acababa teniendo su utilidad. Supongo que nuestros pelos estarán metidos en cojines o colchones de muchas casas del pueblo, o a lo mejor sirvieron de abono para las tierras y nos los terminamos comiendo en el corazón de las papas o de las piñas de millo. La estampa es hermosa y casi cinematográfica: un niño rodeado de pelos recién cortados en una barberÃa con olor aroma de otros tiempos. ParecÃa como si fueran pelándonos como a una cebolla hasta llegar al centro, pero el centro es muy aburrido, y con cada pelada yo creo que nos estaban robando pequeñas unidades de ensoñación e inocencia. Ahora vas a la peluquerÃa y te dejas trasquilar asépticamente por cualquier anónimo amañado, y ya te da lo mismo el espejo en el que te miras, y lo que hagan o dejen de hacer con tus pelos. Sin embargo, si lo piensas, sigue habiendo algo mágico en cada una de esas renovaciones capilares, una especie de atavismo que nos mantiene unidos al salvaje que fuimos (o que seguimos siendo). GarcÃa Márquez decÃa que venÃamos al mundo con los polvos contados. Estoy de acuerdo. Pero también llegamos con las peladas numeradas. Y da igual que te quedes calvo prematuramente o que te dejes el pelo a lo Bob Marley. Ya de niño nos fueron arrancando la fuerza (¡y mira que nos advertÃan con lo del rollo de Sansón y Dalila!) y buena parte de la magia con cada una de las peladas. No nos dábamos cuenta, pero nos estaban trasquilando el sentido común de nuestros sueños y de nuestras benditas inocencias. A lo mejor por ahà es por donde nos viene buena parte de nuestra malhadada alopecia cotidiana.
Septiembre de 2007.
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Diseño gráfico de José Miguel Valdivia.
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Modificado el ( martes, 02 de octubre de 2007 )
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FUERA DE JUEGOPor Santiago Gil
Me ha pasado muchas veces a lo largo de la vida. Un buen
dÃa te ves en una ciudad extraña o en la sala de embarque de un
aeropuerto y te preguntas qué estás haciendo y hacia dónde estás
conduciendo tus pasos cada vez más apurados y estresantes. Pero también
te pasa al lado de tu casa, o cuando la muerte te golpea de cerca, o en
esos dÃas que amanecen tristes incluso antes de que tú despiertes y
entres a formar parte de la comedia diaria. |
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ESPECIAL
1811-2011 |
En 1811 regÃa el pueblo, en calidad de Alcalde Real, don José
Almeida DomÃnguez, y destacaban como figuras preeminentes
nacidas en GuÃa tres nombres propios que han pasado a la
historia de Canarias: el escultor José Lujan Pérez, el canónigo
y diputado Pedro José Gordillo, y el militar y poeta Rafael
Bento y Travieso.
Por otro lado, de todas las epidemias que azotaron las islas
Canarias en el siglo XIX, GuÃa sufrió especialmente ese mismo
año una de las que causaron mayores estragos, la fiebre
amarilla.
Y por si fuera poco, en pleno padecimiento de los efectos de la
epidemia apareció una nueva plaga, la de langosta, que arrasó
materialmente todo lo que estaba plantado y que hizo
protagonizar a los vecinos de las medianÃas guienses aquella
famosa promesa de que si les libraba el Cielo de la plaga, cada
año sacarÃan a la Virgen de GuÃa en procesión. Cumplióse el
ruego, llovió tanto en la comarca que las aguas acabaron con la
cigarra y desde entonces en GuÃa se celebra cada septiembre la
votiva y popular Fiesta de "Las MarÃas"
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V Ã D E O S - D E - 2 0 0 8 |
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CRÓNICAS DEL AYER |
A treinta años del fallecimiento de Mr. Leacock
Por Augusto Ãlamo Suárez, Ingeniero agrÃcola, y Sergio Aguiar Castellano, Archivero Municipal de GuÃa Cuando el empresario agrÃcola, David J. Leacock, popularmente conocido como Mr. Leacock, fallece el 22 de abril de 1980, hace ahora treinta años, desaparece una de las figuras más destacadas y emblemáticas de la historia de la comarca norte de Gran Canaria en el siglo XX.
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LA MUESTRA ESTARÃ ABIERTA HASTA OCTUBRE Leacock, Harris y Douglas, memoria imborrable de la agricultura canaria
Amado Moreno
Con una singular y lograda exposición abierta anoche en la Casa de la Cultura, el ayuntamiento de GuÃa rinde justo homenaje estos dÃas a tres destacad,os empresarios ingleses del pasado: David J. Leacock, Douglas Charles Fenoulhet y Anthony Harris. Avanzado el siglo XIX y después en el XX, los tres fueron decisivos en el impulso del cultivo y exportación de plátanos y tomates canarios.
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Centenario del Hospital de San Roque
Pedro González-Sosa Cronista oficial
Se
celebra el lunes 10 de agosto, dentro de los actos del programa preparado
por el ayuntamiento con motivo de sus fiestas patronales, el primer
centenario de la implantación en GuÃa de Gran Canaria del que constituyó
el también primer hospital allà abierto para el servicio no solo de la
población guiense sino de aquella zona.
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