Hay pueblos que saben a desdicha.
Se les conoce con sorber un poco de
su aire viejo y entumido, pobre y
flaco como todo lo viejo.
”Pedro Páramo”
Juan Rulfo.
El huevo milagroso (I)
Javier Estévez
Recuerda, nada más girar hacia la izquierda, en la esquina señalada, tendrás
que hacerle frente a la calle. Allí la verás, con sus fascinados ojos vigilando
eternamente el sueño basáltico de la
montaña, a quien adora. Hasta hace un lustro, fue la única casa con alto y bajo
en todo el barrio. Le encontrarás una gran similitud estética con muchas
fachadas de tu barrio. De hecho, como tu casa, tiene unas puertas altísimas bajo unos arcos escarzados. Pero, también,
a diferencia de la tuya, ésta si que consiguieron concluirla.
Bajo esta descripción, no tuvo
problema alguno ni para encontrar la casa donde la esperaban, ni para,
afortunadamente, aparcar a unos metros de la misma. En efecto, para dominar
visualmente la fachada del inmueble hubiese sido necesario trasladarse a la
acera de enfrente, sobre todo para disfrutar de una perspectiva adecuada, pero
la impaciencia la colocó frente a la puerta principal y le empujó a golpearla
secamente dos veces, a pesar de estar tímidamente entreabierta. Esperó unos
segundos; nadie le contestó. Decidida, Davinia entró por el pasillo que moría
en una puerta de barrotes salomónicamente estrangulados. En el ecuador de su
recorrido sonaron unos cantos, y aunque
dedujo fácilmente que pertenecían a mujeres aderezadas en tiempo y vida, tenían
un aire irremediablemente infantil:
Ay balancé, balancé,
balancé de Juan Molina
que engañó a todo el pueblo
con el huevo de una gallina.
Tras las risas, apareció, al otro
lado de la portada, una mujer enjuta, con cierto desaliño y despreocupación en
su vestir, pero con unos ojos pequeñísimos que lejos de esconderse en la
oscuridad, resplandecían magníficamente
en ésta.
-¿Eres Davinia, verdad?- inquirió
mientras abría la portezuela con su mano izquierda agarrada a los barrotes.
- Si,
soy yo; espero no llegar tarde - espetó Davinia a medio pasillo, acelerando
su paso para finalizar cuanto antes el trayecto que aún le separaba de la
mujer.
- Pasa,
adelante, y se retiró unos pasos hacia atrás para facilitarle la entrada. Las piernas de Davinia, extensas como un
pecado sin controlar, adelantaron su presencia. Justo después de traspasar
finalmente su cuerpo entero la portada pudo ver a su derecha dos mujeres
sentadas en un asiento de tres o cuatro pies sin respaldo pero apoyado
en la pared y tapizado con una tela rudimentaria repleta de flores y otros motivos primaverales.- Éstas son mis hermanas, Dolores y
Mercedes. Yo, soy María.- Tras presentarlas, ésta última, la más joven de ellas en
apariencia, se sentó en una vieja mecedora separada unos metros de sus hermanas
pero con la misma orientación. Por su disposición lineal, Davinia
expelió unas sinceras disculpas ya que le abrazó la sensación de haber
interrumpido algún ceremonial.
Sus ojos, encerrados dentro de unas
pestañas pequeñas pero reforzadas por el rimel que se aplicaba diariamente, recorrieron los rostros de ambas
hermanas, que permanecieron sentadas. Dolores, que prolongaba sus piernas sobre
un pequeño taburete, le exigió un beso por saludo; Mercedes, en cambio, escaneó
pacientemente y sin obstáculo el prolongado cuerpo de Davinia, que se sintió
ciertamente incómoda ante esos ojos de mirada estricta. Aceptó la oferta de
María y se sentó en un pequeño sillón que las enfrentaba a ellas, y que se
cobijaba bajo los primeros peldaños de una escalera de espeluznante pendiente
que, según le contaron después, costó exactamente quinientas pesetas.
- Entonces, tú eres quien compró la casa de mi tío Juanito el del huevo. Abandonó
Dolores estas palabras en el aire del recibidor mientras se incorporaba en su
banqueta y obligaba a sus pies desnudos a rechazar el descanso del que
disfrutaban. Acomodó su postura apoyando su espalda en la pared y tras un
necesario suspiro, apuntó: Quien compra
una casa antigua, no se hace solamente con un inmueble; se apropia también de
su historia. Estaba segura de que tarde o temprano, la historia de Juanito el
huevo, saldría a tu paso, o, por el
contrario, la encontrarías tú abandonada
en cualquier cajón o dormida anchamente en una esquina de la casa. Ese
encuentro era inevitable, así que, no te miento en absoluto si te confieso que,
al menos yo, te esperaba. Es curioso, - añadió mientras se
acariciaba sus mejillas y perdía sus ojos en un tiempo inalcanzable,- a lo largo de los últimos veinte años, más que narrarla, me he dedicado a vindicarla, ya que muchas lenguas incautas la han inventado, calumniado, injuriado y
menguado. Así que la historia que oirás aquí, desde su comienzo a su final, es
la más inequívoca de todas las que pululan por esos mentideros, pues, mi madre,
su genuina desencadenante, me la
imprimió cientos de veces y letra a letra en los papeles que amontono en mi
memoria.
Cuando Dolores se preparaba para
iniciar su relato, Davinia la interrumpió para sacar de su pequeño bolso una
libreta de anillas donde, desde hacía unos meses, apuntaba todas las ideas,
versos y suposiciones que le salían a su encuentro. No esperaba escribir un
libro ni un poemario, pero le gustaba la posibilidad de, pasados unos meses,
quizás unos años, reencontrarse de nuevo
frente a sus pensamientos. Hojeó su libreta para situar sus anotaciones; de
manera contemporánea, Mercedes la ojeó a ella. Al cruzar sus pies, volvió a
delinear el amazónico recorrido de sus muslos. Destapó el bolígrafo y le pidió
cortésmente a Dolores que comenzara la historia que varias semanas atrás oyó
por primera vez en una estrafalaria tienda que se encontraba perdida entre los
cientos de rincones que doblaban
calladamente el trazado rectilíneo de las calles. Javier Estévez, agosto de 2007.
Descargar texto completo
|