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miércoles, 29 de noviembre de 2006
Domingo Rivero

Por Luis Antonio de Villena

BABELIA - 23-09-2006

La portada de este sorpresivo librito nos muestra la foto de un decimonónico joven barbado, no mal parecido. Es el abogado y poeta canario Domingo Rivero (1852-1929), que en ese momento (1872), con levita y aire tardorromántico, está en Londres y tiene 20 años.

Los poemas que leeremos a continuación, de este español insular del que yo ignoraba todo (y que Brines introduce en un prólogo cálido y lírico), nada tienen que ver, en principio, con el joven de la portada, pues Rivero -de modesta vocación tardía- empezó a escribir hacia 1900 y sólo publicó poemas en revistas dispersas, antes de su muerte -con 77 años- en 1929, y nunca un libro en vida. Lo que ahora se nos ofrece como un descubrimiento fuera de Canarias (donde sí estaba editada su obra, como En el dolor humano) es una antología bajo el título de su más célebre soneto Yo, a mi cuerpo. La obra de un hombre que se siente pobre y viejo ("y pobre y solo espero el sueño de la muerte") escrita, sobre todo, en la década de 1910 y comienzos de la siguiente... En los 36 poemas que se nos ofrecen -siempre con rima consonante, muchos sonetos- vemos a un hombre solitario, doliente y muy melancólico, que pareciendo no esperar nada de la vida ("en esta lucha estéril por la vida") posee, sin embargo, el raro vitalismo de los vencidos.

Su tono mezcla un vago fondo de tardío romanticismo (un Bécquer menos alado) con un modernismo atenuado, poco esteticista, y finalmente ese amor a lo sencillo, a las cosas gastadas ("Humildes muebles míos, gastados por el uso"), a la melancolía como compañera que nos recuerda siempre el ideal no alcanzado o perdido, los hijos muertos, las ilusiones derrotadas, la prosa de lo rutinario, que son características básicas de lo que se ha dado en llamar posmodernismo, y que tuvo en la obra del francés Francis Jammes un claro referente. No, Domingo Rivero, aunque solitario, no estuvo literariamente solo. La poesía de Alonso Quesada, en las islas, y la peninsular de Andrés González-Blanco, Fernando Fortún o Ãngel María Pascual, entre tantos, como los argentinos Evaristo Carriego o Francisco López Merino, le son muy próximas, lo que no quiere decir que las conociera.

Sí sabemos que leyó a Unamuno (le dedica un sobrio camafeo de idea parnasiana en su destierro en Fuerteventura) y desde luego al mucho más lujoso Tomás Morales, que fue su amigo, y sobre el que escribe tres poemas al menos. Además traduce bien un célebre soneto ('The soldier') del inglés Rupert Brooke, imagen del bello mártir joven en la I Guerra Mundial, un soneto intimista y patriótico. Porque -aunque algo al bies- en la poesía del viejo Rivero también aparece la preocupación española, un claro desdén por la dictadura de Primo de Rivera y por ese tiempo para él (que fue romántico) sin energías.

Por ello recuerda -en otro camafeo sobrio- haber conocido en París al libertario Fermín Salvochea (tan mentado por Baroja) y evocando su imagen de "apóstol y soldado", la contrapone a "esta España sumisa y soñolienta". Sin fe, con escasa esperanza, modesto, pobre, amante de las cosas usadas y sencillas, la humanísima, cálida y clara poesía de Domingo Rivero nos descubre nada menos que un corazón fraterno, un hombre a la altura del hombre, y desde luego a un notable poeta posmodernista -todos se querían sencillos y menores- al que será ya imprescindible recordar en las antologías. Feliz encuentro.

© El País S.L. Prisacom S.A.



Modificado el ( martes, 16 de diciembre de 2008 )
 

ESPECIAL 1811-2011

En 1811 regía el pueblo, en calidad de Alcalde Real, don José Almeida Domínguez, y destacaban como figuras preeminentes nacidas en Guía tres nombres propios que han pasado a la historia de Canarias: el escultor José Lujan Pérez, el canónigo y diputado Pedro José Gordillo, y el militar y poeta Rafael Bento y Travieso.

Por otro lado, de todas las epidemias que azotaron las islas Canarias en el siglo XIX, Guía sufrió especialmente ese mismo año una de las que causaron mayores estragos, la fiebre amarilla.

Y por si fuera poco, en pleno padecimiento de los efectos de la epidemia apareció una nueva plaga, la de langosta, que arrasó materialmente todo lo que estaba plantado y que hizo protagonizar a los vecinos de las medianías guienses aquella famosa promesa de que si les libraba el Cielo de la plaga, cada año sacarían a la Virgen de Guía en procesión. Cumplióse el ruego, llovió tanto en la comarca que las aguas acabaron con la cigarra y desde entonces en Guía se celebra cada septiembre la votiva y popular Fiesta de "Las Marías"

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