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sábado, 19 de mayo de 2007

Música de Papagüevos

Por Santiago Gil

Los días de fiesta cambiaba el escenario. El entorno de la plaza perdía la quietud y el silencio de casi todo el año y se transformaba en una feria con ruido de ruletas, disparos de balín, altavoces de tómbolas con un guineo de pareados socorridos y olores a azúcar requemada, garapiñadas y jareas. 
A veces tocaban los cochitos y algún que otro tiovivo en la Plaza Chica. Los coches de choque, sin duda los reyes de todas las fiestas, buscaban acomodo en el barranco. No creo que haya momentos tan intensos en la vida como aquellos en los que estábamos tensos y ansiosos antes de echar la ficha amarilla en la ranura del coche: según sonaba la sirena y el coche echaba a andar sentías que volabas. Daba lo mismo los volantazos y las violentas acometidas de los más bestias. Estabas en tu coche, dibujando trompos y sintiendo por vez primera que tú controlabas la velocidad y el espacio de tus propios sueños. Uno entonces hubiera dado cualquier cosa por ser el hijo del dueño de los coches de choque. Además de ligar en todas las fiestas, podía darse el gustazo de subir las veces que quisiera en los vehículos de colores chirriantes y luminosos que chispeaban en los techos metálicos. Hacerte amigo suyo era garantizarte muchas tardes de gloria en agosto. De lo contrario tenías que vértelas buscando duros por todas partes para que no te bajaran del carrusel de emociones que se instalaba debajo de la carpa que servía de circuito. Con cinco pesetas te comías el mundo, pero los trayectos duraban poco, siempre eran cortos, escasos, y a veces no compensaban las emociones de la espera. Allí empezamos a descubrir esa sensación agridulce que casi siempre nos regala la vida en todos sus grandes momentos, esa imperfección que tiene el hombre para culminar el goce y el placer: siempre nos faltaba una vuelta para completar la expectativa de nuestras ilusiones.

Pero lo que más nos atraía de los puestos festeros de nuestra infancia eran las ruletas, y en concreto la ruleta de Carmen. Llegaba cada año a su cita al lado de donde hoy están las cabinas telefónicas la Plaza Chica. Allí extendía sus acristalados naipes y echaba a rodar la ruleta de madera que sonaba a matraca a medida que buscaba la carta elegida. No sé qué edad podíamos tener en aquellos años, pero seguro que andábamos entre los diez y los doce años. No era como hoy: en días de fiesta hasta lo niños podían saltarse las normas cotidianas. Llegábamos con nuestra peseta o nuestro duro y nos jugábamos los cuartos apostando a la Sota de Bastos o al Caballo de Copas. Descubrimos el juego y las reglas del azar prematuramente. Luego, con los años, no he sido reincidente, quizá porque entonces aprendí que se gana y se pierde por puro azar, y que en ese juego te puedes llegar a enganchar. Nosotros estábamos enganchados durante cinco o seis días. Y no hablo de uno o dos chiquillos. Casi todos los niños del pueblo nos arremolinábamos en torno a la ruleta. Lo de los cubiletes o los naipes era una cosa de mayores, de muchas cantidades de dinero y de puertas de bares. Lo nuestro era un juego que te daba para comprar más caramelos de nata o más estampas, y también para adquirir la quincalla y los colgantes que traían los otros feriantes. Nunca nos arruinamos, ni tampoco perdimos grandes cantidades. Y la verdad es que a uno se le pone todavía la piel de gallina cuando recuerda el momento en que salía la carta a la que habíamos apostado nuestro duro. De golpe te sentías el rey del mambo, el más fetén de entre todos los amigos, el tocado por los dioses y la fortuna. Vale que sería ilegal y hasta poco deseable ese acercamiento a los juegos de azar, pero entonces éramos más montaraces y atrevidos. Tampoco nos transportaban con sillas de seguridad en los coches ni llevábamos casco cuando nos aventurábamos en bicicletas sin frenos por las calles del pueblo. Pero aun así sobrevivimos y aprendimos muchas reglas básicas de la vida. En este caso supimos de los caprichos del azar. Siempre manda él. Tú eliges carta pero luego es la ruleta la que determina. Y da lo mismo que berrees, que le reces a santa Rita o que te pongas una herradura en el bolsillo. Sí es verdad que algunas veces, si te concentrabas con todas tus fuerzas en un número, se producía el milagro. Digamos que ocurría algo similar a lo que nos sucede de vez en cuando en la vida. Por eso no nos queda más remedio que seguir deseando con todas nuestras fuerzas aquello que queremos y que necesitamos para ser felices. No hay reglas establecidas ni fórmulas matemáticas que avalen el resultado de esos esfuerzos, pero sí es verdad que como pasaba con la ruleta de Carmen de vez en cuando se produce el milagro. Y al igual que sucedía entonces cuando elegíamos el Caballo de Copas y salía el Caballo de Copas la alegría es incomparable. Por eso seguimos apostando por los sueños.

Abril de 2007.






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Modificado el ( sábado, 19 de mayo de 2007 )
 

ESPECIAL 1811-2011

En 1811 regía el pueblo, en calidad de Alcalde Real, don José Almeida Domínguez, y destacaban como figuras preeminentes nacidas en Guía tres nombres propios que han pasado a la historia de Canarias: el escultor José Lujan Pérez, el canónigo y diputado Pedro José Gordillo, y el militar y poeta Rafael Bento y Travieso.

Por otro lado, de todas las epidemias que azotaron las islas Canarias en el siglo XIX, Guía sufrió especialmente ese mismo año una de las que causaron mayores estragos, la fiebre amarilla.

Y por si fuera poco, en pleno padecimiento de los efectos de la epidemia apareció una nueva plaga, la de langosta, que arrasó materialmente todo lo que estaba plantado y que hizo protagonizar a los vecinos de las medianías guienses aquella famosa promesa de que si les libraba el Cielo de la plaga, cada año sacarían a la Virgen de Guía en procesión. Cumplióse el ruego, llovió tanto en la comarca que las aguas acabaron con la cigarra y desde entonces en Guía se celebra cada septiembre la votiva y popular Fiesta de "Las Marías"

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