Hombre a-sombrado
“Perdió su sombra como podía haber perdido
cualquier otra cosa”. Así comienza Un hombre solo y sin sombra,
la novela corta que abre y da título al libro más reciente de Santiago Gil
(Guía de Gran Canaria, 1967), una obra que se deja leer con facilidad pero que
se hace pensar una y otra vez hasta conducirnos a las lindes de la relectura.
Por Alexis Ravelo.
Con
ese punto de partida, que cualquier otro hubiera utilizado para elaborar una
ficción de corte fantástico (de hecho muchos lo han hecho, con mejor o peor
resultado), Santiago Gil desarrolla una narración marcadamente realista, que se
acerca, en ciertos y memorables pasajes, al esperpento valleinclanesco o al
despiadado humor de Canetti en Auto de fe. La pérdida de la sombra de Gilberto (una
extraña mezcla de Ignatius J. Reilly, Norman Bates, y Harry Haller), la
obstinada búsqueda que éste realiza de la misma, empeñado en que se la han
sustraído y encontrará a los culpables (cuando el lector, merced a la
complicidad del autor, ha entendido ya desde las primeras páginas que no se
trata más que de una obsesión) y la galería de personajes marginales que le
rodean a lo largo del despliegue de su neurosis (a los que Gil exprime
hábilmente el jugo necesario, sin por ello desviarse de la trama principal),
sirven de excusa para explorar las implicaciones de la celebérrima frase de
Jean Paul Sartre en A puerta cerrada: “El infierno son los otros”. Con
estas palabras, Sartre se refería, entre otras cosas, a la íntima relación
entre la esencial sociabilidad del hombre y la conformación de su identidad.
Por eso se hace inevitable pensar en ellas cuando nos enfrentamos a la suerte
de estos personajes (y los del resto de los cuentos que completan el volumen),
que se han desconectado, o han sido desconectados, de esa máquina de
inmortalidad que la sociedad supone. La sombra es sentida por Gilberto como la
expresión de su alma, su personalidad, la prolongación de la misma hacia el
mundo, hacia los demás. De ahí que no extrañe al lector que no la tengan
tampoco, para este hombre a-sombrado, los excluidos, los desposeídos, los
marginados de la sociedad. Si bien es cierto que, en el caso del protagonista,
enajenación mental y enajenación social funcionan como vasos comunicantes, en
los demás personajes de estas ficciones breves, la última viene dada como
consecuencia del origen geográfico periférico, la senectud, la enfermedad
devastadora o la cercanía de la muerte. Pienso, con el poeta Federico J. Silva,
a la sazón presentador del libro, que todos los personajes principales de las
narraciones que lo conforman comparten con Gilberto ese rasgo de carecer de
proyección. Y tal peculiaridad es metáfora de uno de los temas más interesantes
y fecundos a la literatura contemporánea: la soledad entre la multitud. Los
personajes de estos textos están indefectible e irremediablemente solos en
Madrid o Las Palmas de Gran Canaria, ámbitos urbanos marcadamente conocidos que
Gil trae al texto sobriamente. Sin embargo, en literatura todo es artificio y
el lector no deberá llamarse a engaño: igual que el París de Cortázar, el
Dublín de Joyce, o la Barcelona de Vázquez Montalbán, las ciudades de Gil
no son las que los demás vemos, sino su correlato literario; no su
descripción geométrica sino la geografía, íntimamente conocida por el autor, y
convertida en paisaje a través de su mirada. Pues, parafraseando a Borges,
el creador es aquél que dice asombro donde otros dicen solamente costumbre.
Y
todo esto a través de una prosa fluida, amena, en la que lo coloquial y lo
culto se combinan con naturalidad para llevarnos de la mano a través la trama
hasta su desenlace.
Otro
aspecto de este libro que mueve a la reflexión es la medida de las distancias
que Gil interpone entre sí y los personajes. Si en los cuentos que le siguen,
la emotividad del autor (que apela a la del lector) se encuentra tremendamente
cercana al mundo de los personajes, haciéndonos sentir compasión de ellos (en
el más primitivo sentido de sentir-con el otro), en la nouvelle que abre
el volumen, como el buen humorista que es, aquél es despiadado, se aleja
sentimentalmente de sus criaturas (como el mediofondista de su adversario) y
las presenta caracterizándolas antes por sus defectos que por cualidades que
podrían atraer nuestras simpatías. Y quizá Gil tampoco se equivoca en esto, ya
que éstos sí han elegido perder su identidad, dejarse llevar por los males de
la época, no asumir sus responsabilidades como individuos en ese monstruo que
es la convivencia. Tampoco, y quizá sea esto lo peor, ante sí mismos. El
ejemplo más claro es Gilberto, que, en el ecuador de su vida sustituye el
cultivo de su mente por el pasivo consumo de contenidos televisivos, las
relaciones sentimentales por la edípica protección de los brazos maternos y la
interacción con los demás por un voluntario encierro, roto por salidas
nocturnas de imprevisibles consecuencias a la caza de su sombra. Pero hay
otros, como Pedro Ermitaño (personaje de sospechosos paralelismos con el
protagonista), que ha construido una pecera para sí mismo en forma de emisora pirata
desde la que oculta sus complejos de inferioridad bajo un discurso del más
xenófobo corte nacionalista. O Águeda, la optimista trabajadora social, perdida en los laberintos de la corrección
política. Ninguno de ellos está precisamente encantado de conocerse. Todos
abominan de los espejos, pues han elegido no elegir, no zambullirse de lleno en
la vida, no mirar de frente a la realidad, no arriesgar. Obran, para volver a la terminología sartreana, de
mala fe, porque no eligen la dirección de sus vidas, como todos en alguna
ocasión, pero, en este caso, de forma irreversible. Se instalan en sus
respectivas cámaras de aislamiento y se dejan vivir , esperando hasta el
cese de la existencia; sin felicidad, sin realización, pero con una dosis de
sufrimiento relativamente razonable.
Finalmente,
el efecto es que también acabamos sintiendo compasión por ellos, aunque con una
mezcla de impotencia, pues, si la situación de soledad de los inmigrantes
ilegales, las prostitutas o los ancianos que pululan por las otras historias es
sobrevenida, dictada por circunstancias geopolíticas o macroeconómicas de las
cuales son víctimas anónimas, la de aquéllos es una soledad que han ido
labrando, día a día, con su actividad o, más bien, con su inactividad. Y aún
así, hay esperanza. Cada uno de estos seres es, en su momento, autor de una
frase o de una idea que nos deslumbran en el momento de su lectura, por su
lucidez y valentía. Esto es, en mi opinión, una pista de migas de pan que el
autor ha dejado sembrada en el texto para llevarnos a una intuición que
atraviesa toda su producción hasta ahora, la constatación de que existe algo
que puede destruirnos pero también puede salvarnos: la palabra.
Título: Un hombre solo y sin sombra.
Autor: Santiago Gil.
Género: Narrativa.
Editorial: Anroart Ediciones.
Lugar y fecha de publicación: Las Palmas de Gran Canaria,
2007.
Páginas: 162.
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