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Los sellos luminosos PDF Imprimir E-Mail
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sábado, 06 de enero de 2007

Música de Papagüevos

Por Santiago Gil

El buzón de correos era parte del paisaje de nuestra infancia. Nos encantaba echar las cartas en aquellas moles cilíndricas y metálicas que nosotros soñábamos casi mágicas. Cuando veías caer la carta no pensabas nunca que se quedaría dentro hasta que llegara el cartero con la llave a retirarla.
 
Había algo esotérico que te hacía pensar que la postal o la carta ya caminaba en busca de su destinatario por caminos subterráneos o por invisibles conductos que nosotros no éramos capaces de ver. Todo eso me imagino que vendría por las cartas a los Reyes Magos que depositábamos cuidadosamente en los buzones amarillos de nuestra infancia. No parábamos de preguntar si era seguro que a través del buzón llegaría sin problemas a Baltasar, Gaspar o Melchor. No las teníamos todas con nosotros, y de una forma tácita todos los niños nos poníamos de acuerdo para utilizar el mismo buzón. No sé si fue por ser el primero que había a la entrada al pueblo o por ser uno de los más llamativos, pero lo cierto es que casi todos coincidíamos metiendo nuestras cartas peticionarias en el que estaba en la esquina de Médico Estévez con la calle Real, justo enfrente del comercio de mi padre. Cuando echabas la carta encomendabas tu suerte a la magia del buzón elegido. Antes habíamos ido a comprar la referida carta a la librería de Doña Mercedes y don Pepito Pons en la calle Marqués del Muni. Siempre me he preguntado qué diablos harán los carteros con las miles de cartas de niños que reciben en navidad. Si yo fuera cartero tendría una colección interminable de cartas de reyes. No sé que daría yo ahora mismo por volver a encontrarme con uno de aquellos textos que escribía cuidadosamente y con la mejor de mis letras pidiendo la bicicleta, el robot o la cartuchera con la pistola de mixtos. Igual los carteros se desternillaban de risa cuando leían nuestras ingenuidades, sobre todo cuando nos poníamos a justificar nuestras conductas anuales y nuestros pequeños pecadillos de infancia. Esas cartas casi nunca necesitaban sellos. Venían con un diseño y con el sobre y el papel configurado para llegar directamente a los magos de Oriente sin necesidad de pegarle el cabezolo de Franco. Así y todo muchas veces no nos convencían y terminábamos estampando el sello de marras al lado de las efigies de Melchor, Gaspar y Baltasar. Supongo que todas esas cartas hace tiempo que forman parte de la historia de los vertederos guienses, pero uno siempre tiene la duda y a veces llega a pensar si no estarán aún por el subsuelo de aquel buzón en el que depositábamos todos nuestros sueños.

En aquellos años crédulos y fantasiosos de nuestra infancia las postales tenían un brillo especial que las volvía un poco kitsch, casi siempre retocadas por alguien a quien se le iba la mano con los brillos y los colores. Las de Guía me acuerdo que aparecían siempre con unas plataneras de un verde tan intenso que casi parecía una ciénaga o parte del Amazonas más profundo. Aquellas postales que recibíamos junto a los sellos entonces también más luminosos y brillantes eran como invitaciones a los sueños y a los viajes más soñados. Siempre que llegaba una postal de la Península, de otras islas, y no digamos del extranjero, nos poníamos a volar sobre la marcha imaginando lo que habría detrás de cada una de aquellas fotos. Era parte de un juego necesario para ensanchar el mundo en una generación que sólo tenía un canal televisivo y que aún no disponía del Google Earth para recorrer el planeta.

Yo fui coleccionador de sellos de correo, usados o recién salidos en colecciones que nos guardaban en las oficinas y que llegaban a nuestras manos cargadas de historia y referencias conmemorativas. Cada sello era un billete con el que poder recorrer el mundo. Nos guardaban los sobres y nosotros los poníamos en remojo para desprender los sellos matasellados en Caracas, en Río de Janeiro o en Sevilla. Tocando y mirando los sellos tocábamos y mirábamos las ciudades de donde procedían y también todo el camino que habían recorrido hasta caer en nuestras manos. La lupa servía entonces para engrandecer nuestra capacidad soñadora. Cada sello era una aventura.

Hoy andamos con comunicaciones más asépticas e inmediatas. En un segundo hacemos llegar un mensaje al otro lado del planeta a través del correo electrónico. Pero no es lo mismo, nunca tendrán el encanto ni la luminosidad del sello que anticipa las emociones. Las cartas de amor sin sellos están como huérfanas, y no digamos las declaraciones virtuales o a través de unas webcams que nos robotizan y nos convierten en una especie de autómatas o de hermanos clónicos de Blade Runner. No creo que los niños de ahora estén enviando sus cartas a los Reyes Magos a través del correo electrónico, pero no me extrañaría, y si no lo hacen ya lo harán en el futuro. Vale que se ahorra papel y que gana el medio ambiente, pero no creo que haya papeles mejor gastados que los de las cartas y los sobres de toda la vida. Si acabamos con ellos acabaremos también con nuestra propia historia. Y luego está cartero, esa figura referencial y emblemática que iba por todo el pueblo llevando una saca cargada de cartas que más de una hacían cambiar la vida o el ánimo de quien las recibía. A lo mejor me estoy poniendo pesado y poco amigo de los avances tecnológicos. No reniego del correo electrónico, y de hecho me parece uno de los grandes milagros en la evolución de la raza humana, pero los avances no tienen por qué arramblar nuestras pequeñas referencias cotidianas. Las cartas, los buzones o los carteros deben seguir formando parte de nuestra vida. Si suprimiéramos los sellos estaríamos suprimiendo también nuestros instintos más aventureros e imaginativos, la huella que queda de nuestro paso por el mundo, el matasellos que certifica nuestras querencias y nuestras amistades más lejanas. Cuando alguna vez abro mi colección de sellos de la infancia regreso inmediatamente a casa.

 
Marzo de 2007.






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Modificado el ( viernes, 06 de abril de 2007 )
 


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Por otro lado, de todas las epidemias que azotaron las islas Canarias en el siglo XIX, Guía sufrió especialmente ese mismo año una de las que causaron mayores estragos, la fiebre amarilla.

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