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lunes, 22 de febrero de 2010
Tiendas

Por Santiago Gil

Una tienda que se cierra en nuestra calle es como una luz que se apaga. Te acostumbras a la presencia de unos escaparates y de unos empleados que saludas a diario sin conocer su nombre. Sólo te das cuenta de que faltan cuando pasas una mañana y te encuentras la cristalera que mostraba lámparas o ropa de moda totalmente cubierta de periódicos atrasados. Quedan muchos sueños dentro de los locales comerciales que se cierran. La economía nos habla del cierre de los negocios como si hablara de previsiones meteorológicas, pero detrás de cada una de esas claudicaciones hay cientos de biografías que se quiebran y que empiezan a mirar al futuro con miedo. No se cierra una tienda y se pasa página. Los que pusieron todos sus sueños en ella quedan heridos para siempre.

En la novela El dependiente, del escritor norteamericano Malamud, se refleja magníficamente toda la intrahistoria que acontece en las tiendas pequeñas que encierran universos inesperados. No todo el mundo es capaz de resistir la frustración diaria de ver que no entra nadie y que pasan las horas sin poder vender absolutamente nada. Todo es una cuestión de rachas, como en la vida, pero ésta que vivimos ahora va camino de tumbar hasta los más experimentados comerciantes. Quien abre una tienda está arriesgando ilusiones. No sólo es el dinero lo más importante. Por eso, cuando paseo últimamente por Las Palmas de Gran Canaria y veo cómo cada día aparece un nuevo escaparate vacío, siento la desazón de todas esas derrotas que se están sucediendo a diario sin que les pongamos nombres y apellidos. El comerciante que saca la última caja con sus pertenencias personales y apaga la luz del comercio desolado queda herido para siempre. Sólo los que han vivido ese momento saben cuánta tristeza se empoza en el alma. Intentan no volver a recorrer esas calles nunca más. O si lo hacen miran para otro lado, sobre todo cuando ven que pasan los meses y que el local sigue cada día más abandonado. No son seres vivos, pero esos espacios vacíos y olvidados parece como si envejecieran cien años de repente: ya no tiene nada que ver su oscuridad polvorienta con la fiesta de luces y el trasiego de cuando llegaban los clientes. La crisis que vivimos se manifiesta en esas soledades inmobiliarias que nos encontramos a diario por las calles. Un día es una panadería, al día siguiente un bazar y dos días más tarde desaparece aquel escaparate lleno de juguetes que te hacía mirar con nostalgia a la infancia. Con cada uno de esos negocios que muere se va una parte de nosotros. Da lo mismo que no te quieras dar cuenta. El cambio de los decorados también determina el destino de los personajes. Un escenario vacío y oscuro no invita nunca a interpretar la realidad como una comedia que genere ilusiones.


Modificado el ( domingo, 19 de mayo de 2013 )
 


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