Hay fotos que nos presentan horteras. En los setenta
hubo una estética muy chirriante y muy dada a los colorines. A nosotros
nos vistieron también con esa estática y todos tenemos fotografías que dan
fe de ese escarnio al buen gusto y a la armonía. Éramos divertidos pero no
nos caracterizábamos precisamente por la pulcritud o el pijerío de
nuestras vestimentas. Nos poníamos cualquier cosa y nos largábamos a la
calle a corretear y a ver mundo, todo ese mundo tan cercano y al mismo
tiempo tan aventurero que vivíamos entonces. Uno cierra los ojos y
recuerda las ropas que llevábamos a misa los domingos y la verdad es que
dan ganas de llorar. No sé si se acuerdan de los zapatos charolados, de
los pantalones de campanas, de los pulóver de cuello alto con colores que
mejor no reseñar o de aquellos enormes cinturones tachonados que parecían
recién sacados de un spaghetti western cutre. Y luego estaban los
peinados, a lo que saliera, o queriendo formar rizos con el pelo mojado y
una sacudida capilar. No había mucho más donde elegir y uno, la verdad,
tampoco reparaba entonces en esas menudencias del vestir y la buena
presencia. De hecho las restricciones del agua jugaban a nuestro favor y
sólo nos obligaban a pasar por la ducha o la bañera un par de veces a la
semana. Entonces se acababa el agua cada dos por tres. Parece mentira que
eso ocurriera hace tan pocos años, pero lo normal era que nos quedáramos
sin agua varios días y que nuestra obsesión fuera el sonido de las
tuberías o el del bidón llenándose en la azotea. Nos criamos valorando el
agua como el oro, y aún hoy creo que la gente de mi generación es incapaz
de ver cómo se malgasta y quedarse como si tal cosa. El agua es la vida, y
en aquellos años tuvimos ocasión de aprenderlo. Por eso nos encantaba
tanto la piscina, y por eso supuso lo que supuso la apertura de las
piscinas en el barranco: aquello era para nosotros como una especie de
parque temático para los niños de hoy, agua por todas partes y a todas
horas, un mundo de sensaciones maravillosas cuando margullábamos o nos
tirábamos el día entero zascandileando entre las corcheas y los sumideros,
siempre a la vera del bueno de Benino o se Suso el campanera, dos seres
emblemáticos y queridos donde los haya para los niños de los setenta.
Nunca dejaré de quedarme alelado mirando y oyendo los
motores de la piscina del barranco: era como bajar a la bodega de los
grandes trasatlánticos, y luego estaba el olor, esa mezcla de cloro y
desinfectantes que hacía que el agua perdiera su condición inodora y
quedara asociada para siempre con la aventura y el verano. No era como el
mar, no digo que ni mejor ni peor, pero eran otros baños y otras formas de
entender la cercanía del agua. Fuimos felices en esas piscinas, felices y
también horteras con aquellos zuecos que se pusieron de moda una época y
que todavía hoy no sé cómo diablos éramos capaces de calzar a todas horas.
Menos mal que entonces apenas había cámaras, y que cuando nos cogía Paco
Rivero solía ser peinaditos y arreglados en los cumpleaños o en las
fiestas de guardar. Si entonces hubiera las posibilidades de
inmortalización inmediata que tenemos hoy en día estaríamos realmente
aviados.
El culmen de las horteradas de esos años eran las
Scalas en Hi Fi. Cada fiesta que se preciara tenía que tener entre sus
atractivos un festival de imitaciones musicales en condiciones. Había
verdaderos clásicos que interpretaban distintos amigos del pueblo. No voy
a decir nombres por no afrentar a nadie, pero aún soy capaz de recrear
como si los estuviera viendo ahora mismo a quienes imitaban a los Village
People con el famoso In the Navy o a los que se transmutaban en Tequila
para dar vida a Ariel Rot y compañía en el Rock de la Cárcel. Esos
podríamos decir que eran los grandes clásicos junto con las imitaciones de
John Travolta y Olivia Newton Yong en Fiebre del Sábado Noche o Grease, o
la de los Bee Gees con aquel Tragedy que levantaba a la gente de sus
asientos. Cada grupo tenía su público, lo mismo que los imitadores, y aún
recuerdo el terrero de luchas hasta la bandera siguiendo los movimientos,
espamódicos y epilépticos, y las imitaciones de los travoltines guienses.
Por eso digo que éramos un poco cutres, pero habría que aclarar que
quedaban muchos años para que llegara el karaoke, y que lo más
vanguardista que teníamos entonces era el programa Aplauso con la Juventud
Baila y todos aquellos friquis que reinaban en las discotecas de sus
respectivos pueblos.
La Scala en Hi Fi tenía un punto rancio que visto desde
la distancia puede que fuera precisamente lo que la hacía atractiva; ese
aire y el sempiterno deseo de ser otro. En eso creo que nos hemos ido
superando. Pero de vez en cuando tengo pesadillas y todavía me veo metido
en una Scala en Hi Fi como las de aquellos años: me sorprendo moviendo la
boca e imitando lo que viven otros. Como para disimular que yo soy
realmente yo y que controlo mi vida y mis circunstancias orteguianas, hago
como que todo va bien y sonrío siempre que tengo ocasión, pero tengo miedo
a que termine la música y se acabe la magia. En esos sueños, que en el
fondo no son más que trasuntos de nuestras propias vidas, nos vemos
seguros e importantes sólo por el hecho de estar vivos. Caminamos, amamos,
comemos y de vez en cuando nos damos un baño en la playa. Y a lo mejor no
estamos haciendo más que una scala en hi fi de la vida de otro, y
finalmente todo es mentira. Entonces era más o menos igual, pero para los
que imitaban y para los que veíamos el espectáculo desde las gradas todo
aquello formaba parte de una verdad irrefutable, tan verdad como lo pueda
ser hoy nuestra propia vida. O tan mentira. Nunca se sabe. Pero por si
acaso dejemos que siga sonando la música. De papagüevos, por supuesto.
Abril de 2007.