Estamos marcados inevitablemente por las primeras
luces. El arrebol de los atardeceres de nuestra infancia nos enseñó a
buscar siempre la belleza y armonía, la emoción de los trazos delicados o
la fuerza desgarradora de un rojo intenso o casi negro de nubes y de
noche. En medio de la calle y de los juegos, o en mitad de una finca de
plataneras, uno miraba al cielo y veía una fiesta de colores a su
alrededor. Y luego estaba el horizonte, con el mar más oscuro y decadente,
de noche anticipada, cuando mirabas hacia La Atalaya o Llanos de Parra, o
el más luminoso y vívido, final último de los días, cuando lo hacíamos
hacia Sardina, Agaete o Tenerife. El mar lejano iba marcando las pautas a
las tonalidades del cielo, y el Teide, siempre el Teide como referencia
mágica y totémica de nuestra infancia, ponía la solemnidad y la
grandilocuencia trasmutando su color o el brillo de las nieves que tantos
sueños despertaban en cada uno de nosotros.
No creo que entonces describiéramos como lo estoy
haciendo yo ahora una puesta de sol. Entraba dentro de la normalidad. La
belleza era entonces parte del paisaje. Sólo al paso de los años, cuando
uno recuerda esas luces y esa majestuosidad celeste encima de nuestras
cabezas, se da cuenta de lo afortunados que fuimos y de cómo quedamos
marcados para siempre por ese concepto de lo bello y de lo emocionante.
Fueron miles de ocasos arrebolados y cargados de amarantos y de
improvisadas tonalidades para las que no creo que contáramos con nombres
descriptivos. Los colores de entonces se veían y desaparecían para
siempre. Ni siquiera las fotos eran capaces de guardar aquellos idílicos
momentos. Sí el recuerdo, sin que uno lo supiera entonces, el recuerdo,
ese extraño que camina con nosotros y que guarda sólo lo que a él le viene
en gana, fue conservando nítidos todos aquellos momentos memorables.
Y luego estaba el azul, la sensación de que uno vivía
siempre protegido en el azul del cielo y del mar. Las horas de la tarde,
por ejemplo, se me siguen presentando silenciosas, quedas, sólo con
sonidos de pájaros e insectos, y siempre con ese azul radiante sobre
nuestras cabezas. El azul y el sol luminoso contribuyendo a que el tiempo
pareciera todavía eterno. Uno se recuerda solo entre esos colores y las
calles o los barrancos de la infancia. Nos sentimos bien cuando el
recuerdo nos devuelve ese calor tan cómplice y tan cercano. Y también
cuando en cualquier momento memorable del presente nos sentimos igual de
arropados bajo aquel sol de justicia que paradójicamente se vuelve
evocador cuando ya no azota nuestra espalda o nuestra frente sudorosa. El
sol, el azul, el arrebol de la tarde o la tibia hondura del alba nos
acompañan calentando cada paso que vamos dando por el mundo. Nos basta el
recuerdo de cualquiera de esos rayos o de esos cielos eternos para
salvarnos de la mediocridad, de la estulticia o del miedo. Aquellas luces,
nuestras primeras luces, siguen alumbrando cada uno de nuestros días. Si
nos ven esbozando una media sonrisa en mitad de una tormenta en Londres o
en París no es que estemos locos de remate. Sólo andamos recordando
nuestro cielo y nuestro sol, aquella insondable belleza que llevamos en el
brillo de nuestra mirada allá donde nos conduzcan los pasos cada vez más
erráticos de nuestra existencia. Uno es casi más de la luz que de la
tierra que le vio nacer, de las primeras luces, de aquéllas que no se
apagan ni cuando el mundo parece empeñado en echarnos encima todo su
abismo de noche y de negrura. Cierra los ojos y recuerda cuando alzabas la
vista a los once o doce años de un tarde de primavera en medio de la
plaza. Quédate con esa luz. No la pierdas nunca. Ahí siempre estarás a
salvo.
Mayo de 2007.