A veces uno quiere escribir sobre el amor y acaba
escribiendo sobre la muerte. Otras nos planteamos un argumento hilarante y
divertido y terminamos penando por las esquinas con un personaje patético
que no da una a derechas. Pero también de vez en cuando sentimos cómo
tiembla una historia antes de que la escribamos. Es como si nos llamara a
gritos, o como si nosotros sólo fuéramos el médium del que se vale para
contarse a sí misma tal como ella quiere ser contada. Resulta complicado y
misterioso todo este proceso de la creación, y sin duda es siempre
sorprendente. Por eso no dejamos de escribir, o de recordar, que también
es una forma de hilvanar historias más o menos inventadas. Pasaba lo mismo
con la geografía que nos trataban de inculcar en nuestra infancia. Los
profesores se empeñaban en enseñarnos el globo terráqueo para demostrarnos
que la tierra era redonda, pero luego nosotros veíamos o imaginábamos lo
que nos daba la gana. Yo de niño nunca concebí que la tierra fuera
realmente redonda. Teníamos miedo a caernos por cualquier parte de la
esfera a medida que iba girando. O bien te quedabas pensando cómo diablos
nos podíamos quedar bocabajo y no darnos un tortazo o acabar descalabrados
contra el suelo. Como no lo veíamos claro no lo creíamos. Decíamos que sí,
que lo entendíamos, y cuando había que ponerlo en los exámenes se ponía y
santas pascuas. Pero para nosotros la realidad geográfica era sólo la que
íbamos experimentando a medida que descubríamos el mundo más cercano. Yo
recuerdo, por ejemplo, que a mí no había quien me convenciera de que la
montaña de El Gallego era Galicia. Y me daba igual que me llevaran hasta
allí o me colocaran al lado de la ermita de San Juan señalándome la
cercanía. Cuando yo veía los mapas no estaba viendo los límite de Lugo,
Orense, La Coruña y Pontevedra. En mi mente, fuera de la abstracción del
mapamundi, lo que aparecía era El Gallego. No concebía las distancias, y
al fin y al cabo si ellos decían que era todo redondo yo también me creía
con derecho a poner los lugares donde yo los tuviera controlados. Eso sí,
más allá de la montaña de El Gallego me imaginaba el Cantábrico, y mucho
más arriba Inglaterra, Escocia y el Polo Norte, que en mis elucubraciones
venía a quedar a la altura de Moya o de Fontanales. Cada nueva calle que
íbamos descubriendo era un país o una región nueva en nuestra geografía
mental. Lo otro ya digo que nos lo aprendíamos de carrerilla para aprobar
los exámenes, todos aquellos coñazos del mapa físico con ríos, regiones
montañosas y mil nombres rarísimos que olvidábamos segundos después de
escribirlos en los exámenes o de repetirlos como una letanía en medio de
la clase. Ya de entrada nos costaba dios y ayuda entender lo era un río y
lo que era una península. Y nos fastidiaba que nunca aparecieran en los
mapas el barranco de Las Garzas o el Pico de La Atalaya. Entonces sí que
no se daba nada de geografía de Canarias, por eso no nos quedaba más
remedio que inventárnosla o que recolocarla en los mapas que nos
enseñaban. De lo contrario nos podíamos volver locos estudiando una
realidad que ignoraba por completo nuestro mundo, no digo el más cercano y
casero, sino incluso el insular y el regional. Las Islas Canarias
aparecían entonces a la derecha de Valencia, y ahí las tuve yo situadas
hasta que me las cambiaron de la noche a la mañana y las colocaron en otro
recuadro, esta vez debajo de Cádiz. Cómo querían que creyéramos en la
geografía si lo que nos habían enseñado de primero a quinto de egebé nos
lo cambiaban de golpe en sexto y nos movían del mapa el lugar donde
vivíamos. Así es normal que los canarios de mi generación no hayamos
confiado mucho en la geografía, y que por supuesto nos negáramos a admitir
que el planeta era redondo, o que giraba alrededor del sol. Siempre estaba
quieto, y el único sol en el que creíamos era el que aparecía por el
Albercón de la Virgen y se escondía por la tarde en las montañas de
Tenerife.
La nueva ubicación de nuestro territorio fue otro de
los muchos cambios que se produjo en ese paso del franquismo a la
democracia que nos tocó vivir a los niños de los setenta. No todo el mundo
tiene la suerte de pasar por la vida y de haber vivido en dos sitios
diferentes del planeta sin haberse movido de su casa. Nosotros sí,
nosotros hasta los once años tenemos nuestros recuerdos en la cuenca
mediterránea, y se supone que fue allí donde hicimos la primera comunión y
metimos nuestros primos goles por la escuadra. Luego, a partir de los doce
años, todo lo que fuimos viviendo ya se desarrolló en la costa norte de
África, más o menos frente a Cádiz. Y un poco más tarde, cuando teníamos
dieciséis o diecisiete años, ya nos bajaron un poco más abajo y nos
colocaron donde estamos ahora. No sé el tiempo que duraremos aquí, por eso
hay que vivir intensamente cada minuto que nos están regalando en este
punto de encuentro entre tres continentes en el que se supone que estamos.
Uno teme que cualquier día de éstos nos rueden más abajo y nos dejen a la
deriva, o bien que nos suban y se empeñen en colocarnos al lado de
Estocolmo haciéndonos más fríos y silenciosos. Así es normal que creamos
en San Borondón. Al fin y al cabo es una isla que nunca ha engañado a
nadie ni se ha dejado colocar en un mapa para que acabaran jugando con sus
contornos como si fuera un Monopoly o un parchís. Ella aparece y
desaparece, como para que sepamos que está ahí, pero no se deja trazar
nunca por los geógrafos. Nosotros desde que éramos pequeños teníamos claro
que lo más creíble de nuestra geografía era San Borondón. La queríamos
atisbar detrás de todos los horizontes, o en las costas de Sardina, el
Puerto de Las Nieves o Roque Prieto. Después de lo que hemos vivido
sabemos que la geografía no es más que un engañabobos que utilizan para
movernos a su antojo por todo el planeta. Por eso nadie logra que
reneguemos de la magia, la felicidad y la apuesta por la paz y la armonía
de San Borondón. San Borondón sigue siendo nuestra única esperanza. Nos da
lo mismo que sigan sin colocarla en los mapas.
Mayo de 2007.