José Luis Castillo en el Templo Parroquial CRÓNICA PEQUEÑA DE UN GRAN CONCIERTO
por Javier Estévez Ayer
pudo parecer un día normal. Quizás, muchos sintieron que en el pueblo
no pasó nada. Sin embargo, ayer durante una hora y media, en la iglesia
parroquial, en el interior de un volumen inimaginable de madera y de
piedra, Jose Luis Castillo, un pianista maduro, nos regaló un concierto
para degustar con el oído, con el corazón y con el paladar. Nada más comenzar
el concierto, la bóveda, como un cuenco cálido de mano de tea, recogía
y distribuía el placer en forma de música por todo el recinto. Jose
Luis no es un pianista ermitaño ni cerrado, todo lo contrario. Toca
para la gente, para quien en cada momento le escucha. No para el más
allá. Es de este mundo. Y eso le engrandece.
Mostró las virtudes propias de la madurez: virtuosismo, dominio de un abanico amplio del repertorio, personalidad, trascendencia, color, énfasis, tanto arrebato como templanza, y una sensibilidad extrema que alcanzó su cima con la asombrosa interpretación de Après une Lectura du Dante. Fantasía quasi Sonata de Franz Liszt, ese compositor que, como recuerda Charles Rosen, fue el primero en hacer experimentar a los pianistas el puro dolor físico. La interpretación del compositor húngaro fue un viaje imaginario y emocionante en el que Jose Luis jugaba y saltaba de la inagotable expresividad del compositor a los laberintos más oscuros del alma humana. Su interpretación fue sencillamente asombrosa. Rica y sorprendente. Cálida, fresca y arriesgada.
Ilusiona a quienes aman el piano imaginar cuál será el límite de este joven pero maduro pianista que dio su primer concierto en el mismo lugar, bajo la misma bóveda, hacía anoche veinticinco años. Ayer fue un día normal, en el pueblo no pasó nada, salvo que un pianista llegó, se abrazó a su instrumento, de cuyo vientre arrancaba melodías prodigiosas, y se empeñó en demostrarnos que la música tiene un poder sobrenatural. Ayer un pianista irrepetible arrulló al pueblo con un concierto inolvidable.
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