Sección dedicada a la poesía escrita por guienses
ÉPICA QUE NUNCA FUE Épica que nunca fue es un pequeño poemario de Javier Estévez que reúne versos nacidos bajo la música homónima de Win Mertens. Aquí se seleccionan y se presentan tres poemas escritos a la sombra del compositor belga que exponen y proyectan su pasión por la naturaleza y sus elementos.
I Me basta con cerrar los ojos para que todo comience de nuevo. Entonces regreso decidido sobre la isla, y revivo bajo tu sombra aquellos días gastados en basalto y mar, cuando a tu lado las araucarias me reconocían por tu condición de selva duplicada y los laureles y sus raíces arrebatadas se disputaban y se quebraban para que todo sucediera, y todo sucedía, y yo era feliz, y mis dedos hablaban sobre nocturnos que ascendían y descendían por pentagramas que entonces nadie conocía, que entonces nadie sospechaba, y yo me acercaba al mar, y el mar me acercaba sus ahogados, y yo los besaba, y sólo yo los reconocía y los regresaba, y extendía sus abrojos y sus escamas de barro olvidado sobre ciertos tejados, sobre inciertas azoteas porque esta ciudad antes de ciudad fue bosque porque esta ciudad antes de bosque fue mar. Me basta con cerrar los ojos para que la orilla rechazada que la lava sometió regrese con su olor a sal, a guijarros, a tan extensa pleamar que orille definitivamente aquel bosque suplantado, aquel cementerio de pétalos, aquella primavera enloquecida donde gritaban palmeras de altas soledades, y copulaban dragos nupciales y ferruginosos bajo los que nadie volverá a llorar jamás. II Yo no quiero morir, aunque se extinga la primavera desahuciada y el mar se desangre en cada playa a punto de extenuarse, solo, rodeado de silencios elocuentes que arrugan, por momentos, mi voz de poeta desnutrido. Yo nací para desangrarme en cada verso, no para llorar consumido en las esquinas. Me cansan las ausencias. Me agota la muerte puntual y repetida. Mi verbo no nació para el luto sino para extender mi condición de enamorado de los bosques de verde esperma, con todos sus cálices y sus frutos. Yo me aferro a la vida como ciertas raíces que horadan la tierra por su implacable sed de existencia. Necesito de los árboles y su liturgia para anclarme definitivamente a esta tierra de ausencias. III Me diste tu sonrisa con su arena irremediable, con su océano abundante que aún no conoce ahogados. Me diste las sombras para que amara arrebatadamente los árboles, Me diste tus libros con sus historias, sus frutos, sus silencios. Me diste la primavera, la isla con sus orillas pobladas de hombres, de hojas, de raíces inservibles. Me diste los caminos, las piedras incomprendidas, la lluvia recurrente que ya nadie sostiene. Me diste la flor definitiva, la sangre vegetal que me hermana con las selvas, la oscilación de las mareas, la quietud de ciertas noches de septiembre, los ripios de mi alma, alma que la vida abrasa tras su paso incendiario. Me diste la fraternidad de los poetas entre los que me siento a llorar desconsolado. Me diste tu vida y luché cuerpo a cuerpo por entenderla Pero me quedé sin horizonte, solitario, casi indiferente. Yo sentí que por tu muerte mi vida fue vencida. pero ahora sé que, mientras tú morías, yo nacía para la poesía. |