MI TÍA QUICA Y PACO EL DEL MACHO
Por Braulio García Bautista.
Había invitado a Pito Juan y a Pepe Matías, palomeros más
veteranos que un servidor, a subir a la azotea de casa de mi abuela para
ver como “trabajaban” unos ladrones de mi propiedad que usaban las torres
de la iglesia como atalayas. Eran un par de ejemplares preciosos: uno “aspiado”
(jaspeado) y el otro “pintorriado” (pintorreado) y los había traído, todavía piando, de la lejana casa
de Baltasar (Saro) Ruiz, el Practicante.
Atravesamos el zaguán de la casa charlando animadamente sobre
nuestra común afición, subimos el primer
tramo de las escaleras y, cuando ya estábamos a punto de empezar a subir el
tramo de madera, hizo su aparición en lo alto, con las manos en jarras, mi tía
Quica, quien nos preguntó desabridamente: “¿Dónde se creen ustedes que van con esos
zapatos todos “embarrulados”, eh?... ¿Tú no sabes que hoy es viernes y que se
le da gasoil a toda la casa?”... “Venga, carajo, ya se pueden ir yendo con
viento fresco que aquí no me entra nadie… ¿estamos?”
Pito y Pepe Matías se despidieron de mí, muertos de risa,
imitando la estridente voz y exagerando
los gestos furibundos de mi tía y yo me quedé “azocado”en la puerta de la calle,
pues estaba “chispiando”, más cabreado que un mono, rumiando mi viejo rencor hacia
la “solterona amargada” de mi tía.
Tal vez debiera decirles, para aquellos que no lo sepan,
que Cea (por Mercedes) y Quica (por Francisca) eran mis dos tías “casaderas” y que
ambas estuvieron al frente de la central telefónica de Guía durante muchísimos
años. Cea, la mayor, era más amable, pero Quica tenía un carácter del
carajoparriba y a mí me tenía muy jodido con su manía de restringirme las
visitas al palomar. Además de las horas en que ejercía de telefonista ante el
cuadro de la centralita, Quica tenía otras ocupaciones: se encargaba de recibir
y entregar la ropa que le traían, para limpiar en seco o teñir, como sucursal en Guía de la afamada Tintorería Nuria,
cuya central estaba en la entonces lejana capital (dos horas y pico en los
lentísimos Leyland de AICASA) y también vendía velas, velones, cirios y hasta alguna
que otra pierna o mano de cera, de las que compraban los fieles para pagar sus
promesas.
En realidad, a Quica
sólo se la veía plenamente feliz cuando
estaba con las santurronas que formaban Las Hijas de María, o merendando con los curas salesianos y
doña Eusebia- la benefactora del pueblo… sí hombre, la que nos trajo “el hongo” que curaba el cáncer-. La pobre de
mi tía se “pirriaba” por una sotana, pero su actitud devota, la unción que mostraba
en los actos litúrgicos, se esfumaba en cuanto yo trataba de entrar con amigos
palomeros a “emporcarle toda la casa”. Entonces
se transformaba: le soltaba riendas a la lengua y nos echaba sin
contemplaciones, algunas veces, incluso, si no
la obedecía de inmediato, esgrimiendo con determinación el palo de la escoba.
Así que estaba yo, como les venía contando, en la puerta
de la casa de mi abuela, planeando mil venganzas, cuando en esto veo aparecer,
doblando la esquina de Delfinita, a Paco acompañado, como siempre, de su
inseparable y apestoso macho cabrío. Inmediatamente se me encendió el bombillo
y, en los pocos metros que tuvieron que recorrer para llegar a mi altura, yo le
di forma a mi imperiosa necesidad de venganza.
Antes tengo que aclararles que Paco no lucía,
precisamente, como luce hoy en día, que
lo tienen limpito que da gusto verlo. No, el hombre en aquel momento traía unas botas herradas llenas de barro, ropa
zurcida y parcheada de labranza, un saco
de papas por la cabeza, a modo de impermeable con capucha, y en una mano una
vara pulida y en la otra, la soga con la que tiraba de su díscolo medio de vida…Oigan,
y
si el dueño venía “embarrulado” hasta el tobillo, no quieran saber como
venía el macho, que, siendo blanco y gris,
traía encima un casi completo color “caneloso”, de todo el barro que portaba
desde las pezuñas hasta el comienzo de sus cuernos mochos.
Del animalito en cuestión, les puedo asegurar que, ya antes
de doblar la esquina, uno sabía que se acercaba pues le precedía su nauseabundo
hedor, mezcla del almizcle que segregaban sus potentes gónadas y del orín con
que suelen perfumarse los cabrones para hacerse más atractivos ante las cabras.
La gente, cuando se cruzaban con ellos, se tapaba la nariz y exclamaban “¡Fooo,
coñooo... chacho, Paco, jechale colonia al macho!”, a lo que él solía
responder maldiciendo por lo bajo… ¡Más te jiede a ti el pájaro y yo no te
digo na!
“Oye Paco, que dice mi tío que subas, que tiene una machorra “pidiendo”- le dije todo
excitado, paladeando ya mi trastada-. Paco me miró con cierto recelo, pero le
aguanté la mirada sin inmutarme. “¿Y dónde la tiene?”- me preguntó
todavía desconfiado, sabiendo como sabía que yo era un punto filipino de mucho
cuidado- “En la “zotea”… sube por ahí”- le dije con fingida
naturalidad- y el pobre Paco atravesó el
zaguán y empezó a subir las escaleras tirando del reacio semental. Yo en un
principio pensé no subir detrás de él y esperar en la calle el resultado de mi
gamberrada, pero después decidí que no me podía perder el espectáculo que se
avecinaba y los seguí escaleras arriba.
Mi tía Quica estaba en la cocina delante del pollo,
trasteando en el fregadero y dándole la espalda a la puerta, pero, de pronto,
se quedo como petrificada, olisqueó el
aire como un animal que presiente el peligro, se dio la vuelta rápidamente y se quedó
horrorizada, ante el cuadro que aparecía ante sus incrédulos ojos… ¿Pero qué coño hacía Paco con aquel apestoso animal en la
puerta de su impoluta cocina?- debió de preguntarse, hasta que localizó mi rubia cabellera asomando detrás de
la figura de Paco-… Se produjo entonces ese
cinematográfico silencio que precede a toda sangrienta tragedia, y el que lo rompió, ya oliéndose lo peor, fue el pobre
Paco: “Buenas Mariquita, ¿dónde está la machorra?”…”¿La
machorra?...¡La machorra es la madre del hijoputa ese” –respondió mi
tía señalándome fuera de si y agregó, gritando como una posesa- ¡¡¡Fuera
de mi casaaaa, coñooo!!!... Y tú, vete preparando con tu padre, desgraciado,
delincuente, sarasa… que te voy a coger todas esas palomas y me voy a hacer una sopaaaaa… y usted,
bobodemierada- volviéndose a Paco- ¿como se deja engañar por el “chiquillaje”
este, si todo el mundo sabe que es carne de horca y que va a acabar en el reformatorio?”… Mientras gritaba
se armó con la escoba y empezó a darle mandobles al despavorido macho- hasta creo que el mismo dueño se llevó algún que
otro escobazo- entonces yo, viendo el
cariz que tomaba el asunto, puse pies en polvorosa y escapé de la masacre por
los pelos.
Una vez en la calle, doblado literalmente de la risa, aunque
también un poco asustado con las posibles consecuencias de mi acción, contemplé
horrorizado como se abría la ventana de la sala de la casa en el piso alto y se
asomaba Quica quien, a voz en cuello, me
siguió regalando con un montonazo de improperios y maldiciones, sin reparar en que estábamos frente a su querida la sacristía…
a unos metros escasos del camerín de la Virgen, objeto de su veneración más
profunda.
La gente que estaba comprando en la tienda de Antoñito el
Pájaro se arracimó en la puerta del pequeño establecimiento para indagar sobre
el origen de tamaña escandalera; el piano de doña Dulce y la voz que, sobre sus
notas, solfeaba monótonamente, enmudecieron de pronto; y hasta Perico el
Barbero y un cliente al que estaba afeitando- con toda la cara enjabonada y el
paño blanco alrededor del cuello- se asomaron a la esquina… Entonces, ante la
dimensión que estaba tomando el asunto, decidí poner más tierra de por medio y me
fui corriendo a refugiarme al barranco, y no volví de allí hasta que empezó a
oscurecer y el miedo a las tinieblas pudo más que el temor a las represalias.
Obviamente, Paco y su macho llenaron de barro los suelos
ya limpios de las escaleras y del pasillo hasta la cocina, pero lo peor fue el
olor… tuvieron que dejar las ventanas abiertas durante mucho tiempo para que se
ventilara la casa de mi abuela y desapareciera aquel penetrante y fétido aroma
que lo cubría todo.
Mi otra tía, Canca (por Carmen) tuvo que emplearse a
fondo para impedir que Quica, llevando a cabo su terrible amenaza, le retorciera
el pescuezo a mis palomas, las desplumara y se fuera haciendo sopa de pichón
hasta que se le pasara el cabreo. Pero lo peor para mí, fue que tuvieron que transcurrir por lo menos tres o
cuatro largas semanas hasta que pude
volver a subir a la azotea para ver a mis queridas ladronas… Por supuesto, sin
Canca, mi valedora, protegiéndome de los “abanazos” de la todavía “insultada”
Quica, jamás lo habría conseguido.
En cuanto a mi padre, la cosa no pasó de un ligero tirón
de orejas, creo que en el fondo le hizo gracia mi mataperrería. Según supe, por
boca de parientes cubanos con quienes mi padre compartió infancia en Güira de
Melena, yo tenía a quien salir, el viejo también fue una buenísima ficha…Y es
que ya se sabe: “Hijo de gato, caza ratones”.
Años después, cuando la profesión me llevó a vivir al
otro lado del charco, me llegó la triste noticia de que mi tía Quica había sido atropellada en Las Palmas por una
guagua, que le tuvieron que amputar una pierna y que había muerto poco después
de la operación. Fue
una pena porque, para entonces, ya casi se había olvidado de las gamberradas de
las que fue objeto y, cuando yo volvía por Guía, mantenía conmigo una correcta,
aunque poco cariñosa, relación. No tengo que decirles que el día que me enteré de su trágica desaparición, me
arrepentí, muy sinceramente, de todas las faenas que le hice a la pobre vieja.
De todo lo relatado aun puede dar fe Paco, quien, ya sin
macho, y convertido en un anciano lustroso, todavía se acuerda de la
baladronada que le jugó el hijo de Antoñito el del Molino. No hace mucho me
planté ante él, que estaba sentado en el banco donde descansa para los siglos Charlot, el hermano de Tomasín, y le
dije: ¿Paco, sabes quién soy …? y me respondió, después de ajustarse las gafas
y achicar sus pupilas cansadas: “Claro que sé quien eres, rebenque…¡eras más
malo que la quina!”.
Ha dicho.