Ciudad de Guia (Gran Canaria, Spain)

LOS CAMINOS DE LA AVENTURA
MÃºsica de Papagüevos II

Santiago Gil

Nuestros pasos mÃ¡s aventureros nos conducÃan siempre hacia las montaÃ±as. Delante estaba el mar, pero el mar frenaba nuestros pasos. SugerÃa otros mundos y otros escenarios, pero quedaban lejos y jamÃ¡s se veÃan desde la orilla. Las montaÃ±as, en cambio, nos invitaban a buscar detrÃ¡s de ellas: en el mar aprendimos a soÃ±ar; en la montaÃ±a fuimos haciendo el camino.

QuÃ© habrÃa detrÃ¡s de los riscales y los montes. Esa era la pregunta que guiaba nuestros pasos mÃ¡s osados. PartÃamos hacia Ingenio Blanco, hacia Hoya Pineda o hacia San Juan con la intenciÃ³n de descubrir otros mundos y otras gentes detrÃ¡s de cada loma. Nosotros, para sobrevivir, tenemos que exagerar las distancias de nuestros lÃmites insulares. Cuando eres niÃ±o parecen inabarcables, pero tambiÃ©n llega un momento en que pueden resultar claustrofÃ³bicas, sobre todo desde que llegamos a todas partes en un par de horas y desde que atisbamos los cuatro puntos cardinales. No resulta fÃ¡cil asumir la cortedad de miras, por eso, a medida que vamos creciendo y asumiendo nuestros lÃmites, necesitamos tanto el mar para ampliar los horizontes, y tambiÃ©n para soÃ±ar y para darle un sentido mÃ¡s trascendental y mÃtico a nuestra propia existencia. En aquellas incursiones de la infancia todavÃa creÃamos que la tierra no se acababa nunca. SubÃamos hacia Hoya Pineda descubriendo un mundo que para nosotros podÃa ser casi tan grandioso como el descubierto por ColÃ³n y por cualquier Livingstone metido en las entraÃ±as africanas. Nunca llegÃ¡bamos al final; por tanto la isla no la tenÃamos asumida: siempre quedaban caminos por recorrer.

Mis escapadas hacia el campo las hacÃa subiendo por las pendientes de la Cuesta de Caraballo o de la presa. ConocÃa al dedillo esos caminos porque mi madre habÃa estado dando clases en la escuela de Ingenio Blanco y alguna que otra vez nos habÃa llevado de aventura por esos campos. Y tambiÃ©n porque iba con mi abuela BÃ¡rbara a una casa abandonada que tenÃa en la zona del Gallego a coger moras rojas: mantengo intacto el sabor agraz, lo mismo que la sensaciÃ³n de aventura cuando nos adentrÃ¡bamos entre las zarzas y la maleza. En las islas la maleza y las hierbas silvestres son casi edÃ©nicas, luminosas y sorprendentes por la cantidad de flores bellas que nacen entre tanta maraÃ±a. TambiÃ©n aprendimos que entre la mala hierba suelen salir muchas veces las flores mÃ¡s hermosas, y que la naturaleza es en sÃ misma un milagro, vida y muerte diaria conviviendo mÃ¡s allÃ¡ de nosotros y de nuestras triviales ambiciones pequeÃ±oburguesas.

La escuela rural de Ingenio Blanco en la que mi madre daba clases se integraba maravillosamente en el paisaje con sus tejas y sus blancas tapias, y aÃºn hoy permanece en el mismo lugar dÃ¡ndole a esa zona de nuestras medianÃas un toque reconocible y cercano. Subiendo todo recto desde La Cuesta se llegaba a la escuela, y de ahÃ hacia arriba se gestaba la aventura con el descubrimiento de paisajes, bosques y animales cada dÃa mÃ¡s llamativos y sorprendentes. Nos encantaba el olor de la hierba mojada, la neblina, la tierra cada dÃa mÃ¡s roja manchando las playeras y los pantalones, y el agua limpia y helada que nos daban en las casas cuando llegÃ¡bamos exhaustos de tanta cuesta y de tanto camino zigzagueante y escarpado. TendrÃamos doce o trece aÃ±os. Ãbamos sin permiso, que es como Ãºnico concebÃamos las aventuras. Lo otro, lo pactado con los padres o los profesores, eran excursiones de tortillas de papas y canciones cutres en las que no se corrÃa ningÃºn riesgo, y en las que tampoco podÃas esperar nada fuera del guiÃ³n que previamente te habÃan contado. SÃ³lo se salvaban las primeras excursiones con los Scouts. Yo pertenecÃ a la primera promociÃ³n de exploradores que hubo en GuÃa. Nos reuniÃ³ la madre Gloria en las Dominicas un sÃ¡bado por la tarde y nos planteÃ³ la posibilidad de crear un grupo para ir de acampadas algunos fines de semana. Lo pasÃ¡bamos de maravilla descubriendo Guayadeque o los pinares cumbreros, y sobre todo durmiendo en las casetas de campaÃ±a, con toda la aventura improvisada de los animales nocturnos, los ruidos desasosegantes y la sensaciÃ³n de supervivientes y osados que tenÃamos cuando nos veÃamos amaneciendo en medio de un bosque de pinos. Nunca olvidarÃ© el olor de esas primeras maÃ±anas cumbreras, ni tampoco el cielo azul y limpio que casi tocÃ¡bamos sobre nuestras cabezas. Con los aÃ±os los Scouts se fueron consolidando y convirtiÃ©ndose en un referente para varias generaciones de guienses. De Gloria Betancort habrÃa que hablar largo y tendido. Era una monja atÃpica por su apuesta decidida por los postulados del Vaticano II y por la filosofÃa mÃ¡s progre y social de Juan XXIII. Nos transmitiÃ³ un cÃ³digo Ã©tico imprescindible a muchos niÃ±os de entonces. Uno se ha alejado de la iglesia, sobre todo de la oficialista y carca que manda hoy en dÃa, pero siempre reconozco los valores que aprendÃ con Gloria entre acampadas y participativas clases de religiÃ³n. Mi agnosticismo se ajusta a buena parte de aquellas enseÃ±anzas sobre la solidaridad, la entrega a los demÃ¡s y la apuesta por la justicia social y la igualdad entre todos los seres humanos. Y creo que aquel mensaje calÃ³ porque nos fue transmitido en medio del divertimento y la aventura. Y como buen scouts tambiÃ©n aprendÃ a respetar a los animales y a defender cualquier iniciativa que conlleve el cuidado y la preservaciÃ³n de la naturaleza.

Con los aÃ±os fuimos descubriendo que las montaÃ±as tambiÃ©n tenÃan un final. Salimos de la isla en busca de nuevos horizontes, y poco a poco aprendimos a asumir nuestra condiciÃ³n de insulares apegados a un territorio separado del resto. Ahora nuestra mirada se fija mÃ¡s en el mar que en las montaÃ±as. Y soÃ±amos cada dos por tres con salir en busca de nuevos horizontes. Pero siempre volvemos para coger resuello y para no perder el norte de nuestra existencia. Cada paso que damos sigue teniendo la misma fuerza que aquÃ©llos que Ãbamos dando para descubrir lo que habÃa detrÃ¡s de los riscos y los montes. Ahora quizÃ¡ trascendemos un poco mÃ¡s, y escribimos, y tambiÃ©n llevamos el recuerdo de muchos muertos que en su dÃa caminaron junto a nosotros. Pero sigue siendo mÃ¡gica esa sensaciÃ³n diaria de salir a la calle. Todo puedo suceder. Lo aprendimos encarando los senderos de la infancia y desbrozando los horizontes. Sigamos doblando esquinas y adentrÃ¡ndonos en la aventura diaria que nos ofrecen los caminos.

Octubre de 2007.

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