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mircoles, 19 de septiembre de 2007
ESSPAÑA TRÁGICA

Erasmo Quintana


En la vieja Piel de Toro, que es como también se conoce a la España peninsular, son innumerables los pueblos en los que el principal protagonista de sus fiestas es el toro bravo, sin perjuicio de variantes como esos en que bárbaros tiran desde el campanario de una iglesia a una pobre cabra, o colgarse el lugareño de un ave intentando no caer al agua, pues el animal está atado a una cuerda, y es de ver cómo se refocilan viendo cuánto aguanta antes de desplomarse llevándose consigo la cabeza. Es la España trágica, esa que corre delante de una manada de toros con evidente peligro de sus vidas; otros le adosan a su cornamenta dos bengalas encendidas y la fiesta es ver cómo se encabrita la bestia presa del pánico embistiendo a todo lo que se mueve.

Recientes noticias que nos llegan de las últimas y frecuentes cogidas sufridas por Cayetano Rivera Ordóñez (va la tercera en dos meses y la última grave), uno de los hijos de Paquirri, refrescaron mi memoria sobre algo que tenía escrito hace veintidós años con este mismo título. Allí decía que la todavía, no sé porqué razón, llamada “fiesta nacional” –termina siempre convertida en un matadero- se había cobrado una nueva víctima, esta vez la vida de un joven, casi niño e ilusionado torero. José Cubero “El Yiyo” se llamaba. Murió con el cuerpo y con el alma que le tocó en suerte vivir orteguiano, “su drama”. Murió absurdamente, con el asta hendida en el flanco y el corazón empitonado. Absurdamente, sí, porque absurdo y estúpido es morir haciéndole cabriolas a la muerte. La parca entra en las plazas de toros sin pagar, pero pudo tal vez “El Yiyo” no morir de haber sido mucho más resolutiva su cuadrilla, arrojándole el trapo a la cara de la fiera llamada “Burlero”, pero, humanos al fin les dominó el miedo.

    Pronto saltó la macabra noticia –igual que hacía un año había ocurrido con Paquirri- sobrecogiéndonos; tanto patetismo doloroso e impotente de familiares, aficionados y amigos es insoportable al ánimo, presenciando las imágenes servidas (tras un morboso y exhaustivo alarde profesional de los medios), en este caso por los servicios informativos de televisión, pudimos ver a un aficionado que en su delirio exclamaba: - “¡Asesino, que lo mató un asesino!”, y se estaba refiriendo al toro. Pero, ¿qué dice este loco? La fiereza bruta e instintiva no puede ser asesina; tan solo se defiende de quien, ¡ay!, le da muerte. No, el toro, casta y bravura, en tan buena lid no podía tener mejor y más digna muerte que aquella de morir matando. El otro, su oponente “torero”, merced a la acción del bicho logró traspasar la mítica linde que separa su existir más radical de la nada, el “ser” vital del “no ser” en una suprema pirueta. Embrujo y magia del toreo, aseguran, están precisamente en el juego –dialogado- a muerte de la bestia con la inteligencia; y no hubiera impactado, arraigado tanto en Hemingway, de no ser por el desprecio –calculado siempre- del torero a la muerte. El joven Cayetano Rivera tal vez está tentando demasiado la suerte en el arte de Cúchares, pues aunque poner en sumo peligro la vida es ser torero por definición, no debería tentar la buena estrella durante mucho tiempo. Repárese en que se está jugando la propia existencia en cada lance, y que la llamada “vergüenza torera” no vale una vida.  

La “fiesta de los toros” es de las pocas cosas que en este país se han mantenido casi como en sus orígenes salvo alguna variación tal –por ejemplo- en la suerte de rejones (el picador). Para comprobarlo basta leer en “Sangre y Arena” de Vicente Blasco Ibáñez, sus páginas describiendo con detalle la lenta agonía del pobre caballo, sus vísceras sanguinolentas colgando y ensangrentando la arena. Hoy puede verse la misma recua con una malla protectora puesta, con el consiguiente alivio que supone no ver más sangre. Y es que la España inveteradamente trágica no puede estar sin sangre, sin “olor a sangre” y sin violencia. ¿Es el latino ibero-mesetario-carpetovetónico? ¿Es de una hechura, que si el decurso de la realidad histórica no le ofrece el sobrecogerse ante el drama, temblar ante la tragedia -griega-, o sentir muy hondo el pálpito de la emoción fuerte exponiendo su propia vida, entonces él va y se lo fabrica convirtiendo en redondel las plazas? En ello, ciertamente, puede radicar el hecho de haberse mantenido incólume durante centurias, desafiando el tiempo, esa brutalidad y violencia suma elevada a la categoría de “fiesta nacional”.

Erasmo Quintana Ruiz 
Septiembre-2007




Modificado el ( domingo, 04 de noviembre de 2007 )
 
O P I N I Ó N
La ciudad y el municipio

Javier Estévez

No es lo mismo una ciudad que un municipio. Basta asomarse a un diccionario (o al sentido común) para saber que la primera es un conjunto edificado más o menos bien delimitado mientras que el segundo término apela o evoca exclusivamente al ordenamiento jurídico. Digo esto porque creo que hay un error o una confusión que debe aclarase sobre la denominación de la ciudad y del municipio donde vivo.
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