Por Javier Estévez.
Hasta
hace unos 5 millones de años, durante el Mioceno, donde hoy resiste el Conjunto
Histórico de Guía, se explayaba la costa
norte de la isla; tal es así, que los riscos de la Montaña de Guía eran prodigiosos
acantilados batidos por un mar inconcebible y donde se concentraba un rumor
extinguido de olas quebradas. Tras la pacífica y contundente retirada del
océano miocénico y hasta hace unos 500 años, donde hoy se yergue un ordenado amasijo de carne y piedra declarado Conjunto
Histórico Artístico Nacional, campeaba
un soberano bosque de palmas, acebuches, almácigos, dragos y sabinas. Desde
hace 196 años, cada tercer domingo de septiembre vuelven a encontrarse en sus
antiguos dominios, mar y monte, bucio y
rama, mioceno y holoceno.
Si Guía
tuviese tiempo propio, calendario municipal, el primer día del año estaría
reservado para el lunes siguiente a las Marías. Sería inevitable. De este modo,
hoy los guienses estaríamos inaugurando el año 197 de nuestro particular discurso
temporal.
Tengo que confesar que nunca me han gustado los lunes en
los que desembocan inexorablemente Las Marías. Me producen una aguda desazón y
hasta cierta desorientación. Son terribles. Sufre el pueblo una invasión poderosa de silencio y
resaca, que acosa y derrumba todas las horas consumidas durante el fin de
semana, como si fuese la reparación justa y necesaria por interrumpir los
humanos los dominios seculares del sigilo.
La 196a edición del voto de Vergara
contó, por primera vez, con una representación institucional de Gáldar, primera
y última capital de la antigua Canaria. Es de celebrar, que duda cabe, pues el
voto original, el de la
Montaña que alguien en los programas de las fiestas está
empeñado en alomar, contó con las
lágrimas y la esperanza de los paisanos, azorados por la ansiosa langosta, de
Caideros, Saucillo, Fagagesto, Luzana y otros caseríos de las medianías
galdenses. A la 196a edición de Las Marías no acudió, como siempre,
el alisio, escondido perennemente en septiembre tras las colinas amarillas y
agostadas de los cortijos. Su ausencia refuerza su condición de viento ateo y
haragán.
Sin un viento que lleve en sus manos viajeras los vítores,
agradecimientos y reconocimientos a quien se le atribuye el insecticidio
milagroso y liberador, no queda más remedio que conjugar pulmón y bucio y
extraer ese sonido tan marítimo que hasta los barcos lo imitan cuando parten
hacia la nostalgia y el olvido.
Tanto sonaron este fin de semana las caracolas que por las
calles circuló un viento anónimo con olor a mar remoto y pródigo. Uno cierra
los ojos y aún puede escuchar el fragor marino de las caracolas, oler
conjuntamente los abrojos submarinos y el aroma violento y pulmonar que
desprenden las ramas desgarradas de los eucaliptos sin patria. Yo cierro los
ojos y aún vuelvo a ver la silueta de mi padre insuflando arrebatadamente
huracanes y tempestades a una caracola tan vieja y ruda como el mar que la
parió.
Pocas fiestas son tan rústicas como las Marías. La ciudad
se sacude su condición urbana para que el campo irrumpa brutalmente en su geografía. De repente, brotan árboles
frutalmente adornados de entre los adoquines, los balcones son sembrados con
tal profusión que se confunden con huertos imposibles y cercados verticales y Nicasio Guerra seduce delicadamente a la
primavera para que durante unas horas haga con la fachada de la iglesia lo que
en abril hace con los ciruelos. Con el permiso de un verano moribundo, los
ripios, las cornisas y los paramentos estériles se transforman en valles fértiles
donde despuntan arrebatados plumachos, descolladas esterlicias, quiméricas flores
de mundo, anturios de rojo fluorescente y helechos del precámbrico por su
dimensión. Más que un templo parece un jardín sin gravedad.
A mí me da igual que La Rama, la fiesta de los Ramos, las Marías, o la
extendida Fiesta de la Rama
en las Marías sea más antigua, más reciente
o más populosa que otras celebraciones de guardar. A mi me seduce por su
sencillez rural, por su poética emotividad, por su paisaje delicado, por sus
olores, por sus sonidos y por las lágrimas que arrebata del alma basáltica de
muchos guienses de votiva confesión.
Que la
vida los bendiga. Hasta el año que viene y… ¡Feliz 197 a todos!