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jueves, 13 de septiembre de 2007 |
LA PANDILLA DE SAN ROQUEMúsica de Papagüevos II Santiago Gil
Uno en un pueblo se crÃa con todos y contra todos. En la calle de entonces se jugaba con el hijo del terrateniente y con el del borracho desahuciado que iba dando tumbos por las calles y casi vivÃa en la miseria. Nos dábamos cuenta de que algo fallaba cuando llegaban los Reyes o las vacaciones y muchos de nuestros amigos quedaban fuera de plano y no participaban en la fiesta de juguetes o emociones viajeras. Nosotros, sin embargo, elegÃamos a los de nuestra pandilla valorando sus capacidades para el divertimento y sus dotes futboleras o imaginativas. Siempre nos movÃamos en muchos mundos distintos sin salir de las cuatro calles de nuestro pueblo. Los de San Roque, por ejemplo, eran distintos a los de la Plaza, o a los de La Cuesta. Cada cual tenÃa sus normas, sus juegos y sus jefes, aun cuando luego coincidiéramos en los colegios, en las misas o en los equipos de fútbol más o menos federados. En San Roque la infancia era más arriesgada y más aventurera que en la zona de La Plaza, y se vivÃa de una manera más belicosa. Voy a volver a cometer el error de nombrar a muchos de los que entonces andaban por las calles, pero son los que aparecen: sólo hago de médium de una época que de no ser escrita morirÃa para siempre con todos nosotros. Yo les voy poniendo cara a medida que los nombro, y también el eco de cada una de sus voces cuando compartÃamos juegos y gamberradas en barrancos, fincas o callejones. San Roque era una jaurÃa de chiquillos por las calles. Ahà van a algunos: Magüé, Adrián, Paco, Francisco, José Carlos, Adolfo, Toste, MartÃn, Artiles, Claudio, Zanini, José Ãngel, Alejandro, Gustavo, ManolÃn, Pepillo, Fernando, Morera, Juani, Pedro, Bartolo, Ãngel, Suso, Lucky, Vicente, Javier, Isaac, VÃctor, Eloy, Chago, José Ramón, Mateo, Juan Carlos, Máximo, Tanito, Luis Carlos, Forillo, Jesús, Francis, Gerardo, BenjamÃn o Carlos. Otra vez se me habrán quedado muchos en el camino. Pero más o menos están todos. Ya digo que era una infancia más pendenciera y arriesgada la que uno vivÃa en San Roque, y lo normal era que nos fuéramos pasando de La Plaza a San Roque o a Las Barrera según quisiéramos más o menos aventura. Puestos a pelear, por ejemplo, era mejor estar con los de San Roque, lo mismo que cuando querÃas sentirte más siete machos. Pero ya digo que lo bueno de entonces era que tocabas todos los palos, y que salvabas barreras sociales, económicas y culturales varias veces al dÃa. Eso, lo queramos o no, nos da una visión más global y certera de una sociedad, y por supuesto nos hace siempre más solidarios y más comprometidos con los problemas de cada uno de nuestros vecinos. La solidaridad se aprende jugando en la calle, lo mismo que las mañas para vencer a los rastreros y a los abusadores.
En San Roque era frecuente el rearme. Se era más belicoso. Estaban las espadas de madera, los tirachinas, los arcos de palma y las flechas de caña con la punta de verguilla, y por supuesto las piedras. Todo lo tenÃamos a mano para montar una guerra en dos segundos. Pero también éramos dados a las casetas, a improvisar campamentos con cuatro cartones o cuatro maderos abandonados en cualquier parte. Nunca nos faltaba diversión, y cuando no sabÃamos qué hacer callejeábamos en busca de aventuras.
HabÃa varios refugios imprescindibles. El mejor de todos era El PolvorÃn, pero también estaban los Tres Caballos, las Dos Palmeras, el Cementerio o el callejón del Molino, y por supuesto las muchas fincas que nos Ãbamos encontrando por cualquier parte. HabÃa jerarquÃas guerreras y también más de un indeseable, pero en el olvido siempre preferimos matar a los canallas para poder seguir manteniéndonos a flote. El odio, lo mismo que la envidia, son lastres que sólo consiguen que te hundas en los procelosos océanos de la mediocridad y la impotencia. Por eso cuando miramos a la infancia nos quedamos sólo con las risas y las aventuras, y hasta las pedradas recibidas las rememoramos con un cierto orgullo de guerrero heroico que ha logrado llegar a nuestros dÃas.
San Roque era una ermita y una plaza que nunca llegó a ser una plaza porque jamás dejó de estar dividida por una hermosa calle de adoquines. Pero entonces apenas habÃa coches y casi todas nuestras calles se convertÃan en plazas si uno querÃa jugar al fútbol, a policÃas y ladrones o a pinchalaúva, un juego que cambia de nombre según el que lo cuente, pero que siempre ha consistido en romper el lomo de quien ha de soportar el peso de varios amigos tirados como fardos y colgados de cualquier manera entre tu nuca y tu columna vertebral. Milagrosamente seguimos erguidos. Y se supone que sanos y salvos, aunque uno a veces todavÃa piensa que está jugando al escondite y que en cualquier momento nos van a descubrir y nos van a mandar de nuevo a casa antes de que anochezca. De alguna manera hubo un dÃa en que nos escondimos demasiado tiempo, o demasiado bien, y ya no regresamos a casa. Desde entonces nadie ha podido encontrar al niño que fuimos.
Recuerdo un mundo de tiendas con referencias diminutas y cercanas: Paquito, Benedita, Mariquita o Nievita, Rosita y Lolita. OlÃa de maravilla en aquellas tiendas de madera vieja y penumbra en las que se iba contando la vida diaria de cada uno de nosotros. OlÃa a jamonilla, a mortadela, a chorizo de Teror o a fruta y verduras, sobre todo a frutas y verduras que aún iban de la huerta a la tienda sin pasar por esas cámaras frigorÃficas que matan los sabores o las maduraciones naturales.
Otro mundo aparte, o todo un universo, era el bar con tienda de Paquito. Allà dentro descubrimos las máquinas de flipper y los primeros y rudimentarios engendros de marcianitos, y también, en mi caso, descubrà la conciencia. Lo cuento ahora porque han pasado muchos años y uno ya puede hacerlo con la distancia y la lejanÃa que lo convierte todo en anécdota. TendrÃa unos siete años y estaba a punto de hacer la Primera Comunión. Nos juntamos cuatro o cinco amigos y decidimos robar chocolatinas, estampas, helados y baconcitos. HabÃa tanta confianza entonces que uno podÃa colarse por debajo de los mostradores y luego arreglar con el de la tienda lo que habÃa cogido, pero no fue el caso. Paquito era uno de los futboleros más apasionados y entendidos que yo haya conocido jamás. Su pasión por la Unión Deportiva Las Palmas era tal que incluso vendÃa las entradas del Estadio Insular para que la gente del Norte no tuviera que bajar a la capital a buscarlas, y hasta fue quien nos vendió la primera camiseta oficial del equipo amarillo. Su forofismo era tal que cuando habÃa partido se metÃa en la trastienda con otros tantos futboleros a ver en la tele en color de principios de los setenta los pocos encuentros que retransmitÃan entonces.
Las primeras veces que nos arriesgamos a robar golosinas fue todo tan fácil que nos parecÃa mentira. Nos metimos varias veces, siempre coincidiendo con el fútbol, y cogimos un poco de cada cosa para que no se notara mucho nuestra visita. Según terminábamos nos Ãbamos a cualquier finca a ponernos morados y a repartirnos el botÃn. Pero por suerte descubrimos pronto que quien anda con malas andanzas acaba siempre mal. Nos cogieron con las manos en la masa. Quisimos justificar el robo de veinte mil maneras inverosÃmiles, pero Paquito avisó a nuestros padres y creo que aquel dÃa tuve la mayor bronca paterna de mi infancia. Luego todo se fue olvidando, y el primero que dejó los rencores a un lado fue el afectado, entre otras cosas porque notarÃa enseguida que habÃamos aprendido la lección. Otra cosa fue lo de la iglesia y las confesiones. HacÃa la primera comunión unas semanas después del robo, y las monjas y los curas nos decÃan que si no confesábamos todos los pecados antes de comulgar poco menos que se nos iban a caer las columnas de la iglesia sobre nuestras cabezas. Y eso era lo menos apocalÃptico si lo comparamos con las cegueras, los infiernos, y todo un manual de sadismo que la verdad es que era como para quitarse el sombrero ante el acojonador que ideó todo aquello. Llegaba al confesionario y sobre la marcha me bloqueaba y no podÃa cantar el pecado del robo en casa de Paquito. Lo intenté con don Bruno, que era el cura oficial y de toda la vida, y no hubo manera. Luego traté de hacerlo con don Fernando, pero me pasó tres cuarto de lo mismo. Quedaba don Rafael, que era más joven y tenÃa menos pinta de castigador. Estuve a punto, pero tampoco me atrevÃ. No me veÃa haciendo la Primera Comunión. Mis amigos y mis padres me preguntaban si habÃa confesado lo del robo, y yo contestaba que sÃ, que andaba limpio de pecados y de remordimientos. Pero apenas lograba pegar ojo, y yo creo que es de entonces de donde me vienen todos esos miedos inexplicables que me paralizan de vez en cuando. Recuerdo que me salvé en la catedral de Santa Ana, justo una semana ante de haberme quedado ciego o paralÃtico como aquél de la parábola de Cafarnaú que interpretábamos con el profesor Manuel Jiménez. Aproveché la Primera Comunión de una prima mÃa y que estaba lejos del pueblo y con un cura que no me conocÃa. Iba acojonado y temblando al confesionario, y cuando le conté el pecado de marras el cura no le dio ninguna importancia y me preguntó si no tenÃa más pecados. Yo estuve a punto de contestarle si no le parecÃa bastante aquella barbaridad de pueblo, pero finalmente me callé y sólo alcancé a preguntarle si ya estaba perdonado y si podÃa hacer la Primera Comunión. El sacerdote, un tipo joven y con pinta de progre, me dijo que rezara un par de padrenuestros y que me fuera a desfogar a la plaza o a subirme en los perros de Santa Ana. Recuerdo la sensación de placer y de felicidad que sentà entonces. PodrÃa compararla con el dÃa que acabas la carrera y ya sabes que no vas a volver a sufrir más exámenes en tu vida –¡pobres ilusos, no sabemos que justo a partir de ahà es cuando empiezan los exámenes más difÃciles!-, pero no creo que tenga parangón porque en ese caso hablamos del alma o del subconsciente, y yo les aseguro que los curas de mi pueblo habÃan hecho tal trabajito conmigo que cuando me dijeron que la cosa se quitaba con tres padrenuestros poco menos que me faltó dar la vuelta de campeón del mundo alrededor de Santa Ana.
Eso sÃ, me olvidaba que ya era algo reincidente en lo de los siseos. Un par de años antes le habÃamos robado a las monjas parte del dinero diario que tenÃamos que dejar a los niños pobres. Nos juntábamos varios, y lo que hacÃamos era robar alternativamente lo que necesitábamos para pegarnos una hartada de mulatos y cornetos en el bar de La Plaza que entonces regentaba Conrado. No sé el tiempo que estuvimos refrescando nuestra infancia parvularia y algo perdularia, pero también nos cogieron y nos la hicieron pasar canutas mucho tiempo. Yo siempre fui de los asiduos al famoso cuarto oscuro que estaba debajo del escenario del teatro de las Dominicas. Hombre, podrÃa decir que era algo revoltoso, pero creo que no era más que un niño con ganas de divertirse. Y además con un sentido libertario de la vida.
Pero les estaba hablando de San Roque y de las muchas voces y caras que se cruzan entre carreras alocadas y griterÃos que se perdÃan en cualquier callejón. Me imagino que entonces habrÃa una especie de boom de natalidad. No se veÃan más que chiquillos por todas partes, pero en San Roque esa chiquillerÃa me recuerda a la que aparece en el Nápoles de las pelÃculas del neorrealismo italiano. Era como un eco inacabable de juegos y de resultados de partidos de fútbol improvisados. También me llega el olor a pólvora de los primeros petardos, el humo de las hogueras improvisadas y aquel frÃo de las noches de invierno que nos empujaba para nuestras casas avisándonos de un colegio que no nos dejaba eternizarnos en los juegos y las risas. Cuando despertábamos siempre querÃamos soñar que era verano o sábado o domingo por la mañana, y los sueños, por suerte, se cumplÃan entonces varias veces al año, y por lo menos un par de dÃas a la semana. No recuerdo desayunos más ilusionantes que los de esos dÃas con los sueños cumplidos. Mojabas el pan con mantequilla en el café con leche mientras de fondo ya escuchabas los gritos de amigos que te llamaban desde la calle, o el sonido de los balones golpeando los muros y los adoquines. El teatro se montaba por sà mismo. Nosotros sólo tenÃamos que salir a escena a interpretar nuestro papel de niños inquietos, imaginativos y bullangueros. Incluso aburridos nos terminábamos divirtiendo.
Septiembre de 2007.
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Modificado el ( jueves, 27 de septiembre de 2007 )
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DETRÃS DE LAS VENTANASPor Santiago Gil
Las calles de nuestra infancia también estaban pobladas
de sombras. Uno a veces tenÃa la sensación de estar pisando los mismos
pasos de otros que nunca conocimos, antepasados que también subirÃan y
bajarÃan esas mismas cuestas con el ánimo ciclotÃmico de cada momento.
Ni siquiera a última hora de la noche, con el pueblo vacÃo y
silencioso, te llegabas a sentir solo en el mundo. A veces tengo la
sensación de que hay ciertas corrientes de aire que mantienen habitadas
cada una de las esquinas del casco histórico guiense, y lo más probable
es que hasta nosotros mismos formemos parte de esas presencias
abstractas y algo fantasmales que casi siempre se acaban confundiendo
con los recuerdos. |
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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS (1) |
Música de Papagüevos
Por Santiago Gil
No sé si condiciona o no crecer sin tener cerca una estación de trenes por la que escaparse. Las aventuras son más aventuras cuando se mueven en tren, lo mismo que la marcha en busca de la gloria, o el mismÃsimo regreso cuando volver es un sinónimo de fracaso.
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B I B L I O G R A F Ã A |
Reseña del libro de Javier Estévez "DÃas de paso"
Santiago Gil
Javier
Estévez acaba de publicar su primera novela. Para cualquier escritor
ese momento es inolvidable. No es su primer libro publicado, pero sà el
primero en el que la ficción trata de contar lo que a veces no
conseguimos entender por más que tengamos las respuestas delante de
nuestros propios ojos.
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EL JUEVES 24 A LAS 20:30 HORAS
Presentación de la primera novela de Javier Estévez
El
próximo jueves 24 de abril será presentada la primera novela de Javier
Estévez DomÃnguez, acto que tendrá lugar en el Teatro Cine Hespérides
de la ciudad de GuÃa de Gran Canaria. Ese dÃa el autor estará acompañado
de Gloria Betancor y Pedro DomÃnguez que hablarán del autor y
presentarán la novela al público.
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EN FORMATO ELECTRÓNICO "El destino de las palabras", de Santiago Gil, puede adquirirse en Amazon
Attikus
Editores acaba de editar la novela escrita por Santiago Gil, El destino
de las palabras. El nuevo proyecto editorial comandado por Guadalupe
MartÃn Santana inaugura con este tÃtulo su catálogo de propuestas
literarias.
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