El huevo milagroso (3)
Javier Estévez
Del
corral al camino y por los caminos hacia las ciudades. Así se extendió la
noticia, como si fuese una trémula niebla en una larga noche de invierno. La
divulgación galopó sobre el caballo de Marquitos Mendoza, que tras devolver el
huevo a las hermanas, remontó a su cabalgadura, espoleó frenéticamente al
animal y éste, más que correr, voló bajo, despertando en el viento y todos sus componentes, una antigua nostalgia
por el mítico Pegaso.
Tanto
cabalgó y cabalgó que ni se percató de que había atravesado en una sola carrera
y de norte a sur, todo el pueblo de Guía. Al llegar a la pendiente engreída
de Caraballo tiró de las riendas de su alazán,
que no sólo se vio dolorosamente obligado a frenar su carrera sino que clavó en
tierra la baldía excitación del jinete.
De
vuelta al pueblo, atravesó la nube de polvo que había levantado su jaca
tras la frenética galopada, y evitó, como pudo, los cientos de adoquines
volteados por el golpe seco y contundente de los cascos traseros de su caballo.
Al pasar junto a la portada del cementerio, desbordado de muertos
incomprendidos, se quitó el sombrero por respeto a los difuntos que allí
yacían, en especial por sus padres; bordeó la ermita por uno de sus costados y
se dirigió hacia la tienda de comestibles y ultramarinos de mi tío Juan Molina,
fraterno suyo no de sangre, sino por obra, tiempo y sentimiento. Cuanto más se acercaba,
más respiraba abdominalmente para digerir cuanto antes, tanto frenesí que se
acumulaba en algún rincón de su confuso vientre.
Sobre
una de las esquinas que dibujaban los límites de la plaza de San Roque,
se encontraba, primigeniamente, la tienda de mi tío. A pesar de sus ahogadas
dimensiones, Juan, que se había convertido en un auténtico prestidigitador del
orden y su estructura, había conseguido introducir en ella un inimaginable universo
de mercancías. Ofrecía un completo surtido de todo
tipo de productos, desde zapatos hasta mechas para candiles. Sobre el mostrador
principal tenía tres frascos repletos de caramelos, a parte de los necesarios
instrumentos de precisión: una balanza,
pesas y una báscula con plomada. Pegada a la pared del fondo se alzaba una
enorme estantería. Los bajos de la misma estaban destinados a los productos más
cotidianos, mostrándose al público los cajones de legumbres y hortalizas,
interrumpidas por marbetes marcaprecios de cristal esmaltado. Sobre los
cajones, las repisas donde reunía todo tipo de líquidos y bebidas fundamentales
y de cuyas esquinas pendían las medidas
de líquido fabricadas en hojalata de diferentes capacidades. Como si de un museo se tratara, los granos se
exponían en grandes sacos, todos remangados por sus cornisas y cada uno con sus
almudes correspondientes, y los repartía
entre los huecos que creaban generosamente las cuatro puertas que ofrecía el
comercio. Sin embargo, en ese orden
aparente había dos elementos cuya presencia me generaban cierta incomodidad
además de crear un ambiente, para mí, hasta esotérico. Colgada del techo, entre
el mostrador y la entrada principal había una rueda, que no era otra cosa más
que un volante de fundición con los típicos radios sinusoidales, que ponía en
movimiento una correa amarrada a uno de los ventanucos que culminaban las
puertas. Hoy en día, sospecho que era un rudimentario sistema de protección
contra robos desesperados. Por otro lado, el juego de espejos de las esquinas
para visualizar en un coup de vue el espacio absoluto de la venta. Yo siempre recordaré a mi tío Juan como un
buen tendero, amante del tremendismo, pero con un humor congénito y una risa
ardiente.
Marquitos Mendoza intentó entrar en la tienda con la única
intención de anunciarle lo que, con sus propios ojos, había visto. Pero ante el
alboroto y la algarada que había en su interior, prefirió permanecer fuera y llamar
su atención hasta que Juan lo alcanzara. Se arrimó a un viejo laurel, plantado
en la última glaciación, y comenzó a
gesticular afanosamente con sus brazos y manos, con su rostro y con otras
partes inevitables de su cuerpo. A pesar
de que la perspectiva elegida permitía una conexión visual directa entre ambos,
Juan continuaba sin verlo. Desesperado, Marquitos Mendoza volvió a respirar
abdominalmente, esta vez en ocho tiempos, y a pesar de la alergia que le tenía
a los correveidiles, decidió entrar sin anunciarse y decididamente, como si
fuera un guardia civil. Juan Molina, abandona cuanto antes la tienda y
acompáñame a casa de tus padres, pues suceden allí cosas de difícil
explicación. La risa de mi tío Juan tronó bajo el cielo circunstancial.
Algún que otro despistado que andaba a cuatro manzanas de allí, miró extrañado
al cielo creyendo oír los tambores de Júpiter. Le bastó a Juan ver que el
rostro de su amigo permanecía ingrávidamente circunspecto, para confirmar, con
certeza religiosa, la veracidad de las palabras arrojadas sobre el mostrador.
Se deshizo, como pudo, del delantal y pidió a Dolores, su mujer, que permaneciese
al frente de la venta hasta su regreso.
Montó sobre el curvado lomo del caballo donde ya lo esperaba
Marquitos y ambos se dirigieron a horcajadas, calle abajo, hacia la Vega Mayor.
Cabalgaron tan deprisa que entre los que les vieron corrió el rumor de la
existencia de unos viejos malhechores imperdonables. Su presteza casi les desbarranca al final de la calle del Marqués,
en el encuentro brusco de la misma con la hendidura del barranco.
Ante la insistente petición de Juan para que le aclarara lo
sucedido, Marquitos trató, en un principio, de alejarle la sensación de lo
irremediable asegurándole que nada le sucedía a su familia; intentó,
seguidamente, introducirle la tranquilidad por sus oídos tan mal educados para
la música, y por último, le perjuró que prefería, y lo dijo poniéndose la mano
en el corazón, esperar a llegar hasta su
casa para que fuese él mismo quien descubriera el milagro acontecido, no fuese
a ser que lo tomara por loco o ignorante.
Restaban aún unos cuerpos para llegar a la altura de su casa, y
con el caballo aún entre trote y resoplidos, cuando Juan saltó del rocín a la
tierra. Las siluetas inquietas de Las Canelas se advertían desde el principio
de la larga recta que trazaba el camino en su discurso secular, y sólo cuando
llegó a su altura, les ordenó que le contarán lo sucedido. Éstas, sin introducción alguna y con los ojos
cerrados, pusieron el huevo en su mano y añadieron al mismo tiempo: Esto es
un aviso de Dios, Juanito; mire usted, qué mensaje tan terrible. Por temor
a una caída inoportuna, Juan acunó el huevo entre sus manos, pero con el texto
dispuesto al revés. Con exquisito cuidado y con mayor curiosidad, lo giró para poder leer el incógnito mensaje
que la cáscara recogía. La incredulidad inicial se tornó rápidamente en un
gesto facial de secreta complicidad, al comprender fácilmente que la grafía
cincelada sobre el cascarón, ni se correspondía con mensajes divinos, ni con
letras de serafines, querubines o de ángeles expulsados, pues la ingenua falta
de ortografía allí registrada, descartaba brutalmente a todo lo celestial y a
lo del más allá, también. De forma precisa, y algo torpe, alguien había escrito
en el huevo: En este siglo se berá. Y Juan, mirando hacia la ventana que se
correspondía con el paradero de sus hermanas, dedujo sólidamente, quién había
sido la inocente escritora.
Javier Estévez, agosto de 2007. Descargar texto completo
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