"La memoria de una presencia llena de energía"
Por Santiago Gil García
Los homenajes, como la vida, son siempre azarosos. A veces
llegan a tiempo y se disfrutan, otras veces no llegan nunca y de vez en cuando
llegan cuando parecía que estaba todo perdido. No creo que nadie vaya por la
vida soñando un homenaje, y el que lo hace lo más probable es que sea un
engreído y un vanidoso que acabará como un petimetre y un pisaverde.
A la vida se viene a vivir y a hacer lo que nos dejan para
tratar de ser felices, y en la medida de lo posible, para irradiar esa
felicidad a quienes nos rodean. Mi abuelo Santiago (Santiago Gil Cabrera,
Santiaguito el de la bodega) vivió la vida tratando de hacer en todo momento lo
que le gustaba. Y ahora, treinta años después de su muerte, nos hemos
congregado en la Plaza Grande para recordarlo y homenajearlo. De entrada, hay que dar las
gracias a la Corporación que preside Fernando Bañolas, y a la concejala de
Cultura, Mary Carmen Mendoza, por propiciar estos milagros. Y sobre todo por
abrir los actos del pueblo a la gente del pueblo, a todos aquellos que
trabajaron duramente por sacar adelante a los suyos y por ayudar a engrandecer
el lugar que habitaban.
Mi abuelo no descubrió ninguna fórmula química, ni
escribió libros laureados, ni pasó por la universidad. Sin embargo, dejó huella
y aún anda en la memoria de quienes le conocieron, o es una referencia para
quienes nacieron muchos años después y ya sólo escucharon su nombre como parte
del anecdotario guiense. Yo sí le conocí, a lo mejor pocos años, pero los
suficientes como para que su presencia siempre se haya quedado presidiendo
muchos de mis recuerdos de la infancia. Yo de niño lo veía como un hombre
grandullón que imponía por su seriedad y su presencia. Pero luego aquel hombre
se transformaba en mi cómplice de juegos improvisados, me elevaba a los aires
fingiendo que me echaba a volar, o me acercaba a las jaulas para contarme la
vida de cada uno de sus pájaros cantores.
Ya digo que mi abuelo, en apariencia, no era de los que
hicieran prever homenajes, ditirambos o
reconocimientos futuros. Sin embargo estamos aquí esta noche para recordar su
vida y para devolverle parte de lo que él nos dio a nosotros. Quedó en el
tiempo, sin duda el gran juez inexorable que pone las cosas en su sitio, y dejó
mil recuerdos y vivencias que le han ido sobreviviendo todos estos años. Raro
es el mes en que al pronunciar mi nombre no dé con alguien del Norte que me
relacione con él. Sobre todo entre la gente ya entrada en años. Sobre la marcha
aparecen el olor de la carne mechada que tantos guienses han guardado para
siempre en sus pituitarias, los sonidos de su timple, las palomas mensajeras
que traían los resultados del Tirma, el Ajódar o la incipiente Unión Deportiva
Las Palmas, los cientos de pájaros, los gallos de pelea y aquel mundo que quedó
guardado en la penumbra de una bodega que, quizá cuando ha cerrado, es cuando
más se ha valorado por los miles de guienses que vieron pasar sus días entre
tertulias y tocatas inolvidables. Y luego, claro, está el queso de Guía.
La bodega, que espero que gracias a la iniciativa que
comandan guienses de pro como Antonio Aguiar Díaz, Javier Estévez Domínguez o
Sergio Aguiar Castellano pueda volver a abrir sus puertas, fue durante años uno
de los lugares donde más y mejor se comercializó y se promocionó nuestro
producto gastronómico por excelencia. Fue el esfuerzo de mi abuelo, y luego de
mi padre y mi hermano, junto con el de otros empresarios de la zona como Arturo,
Pineda o Augusto Álamo, el que mantuvo vivo y rentable un producto que por
suerte está a punto de tener una garantía futura a través de la denominación de
origen.
Pero Santiago Gil Cabrera también tomó partido en la vida política
guiense como concejal junto al inolvidable y destacado impulsor de nuestro
pueblo, el alcalde Juan García Mateos. Y no digamos nada de su devoción por el
deporte, por la lucha canaria y el fútbol, por las peleas de gallos, y por todo
lo relacionado con el mundo de las aves, especialmente con los pájaros
canarios, lo capirotes o los pintos. Se tiraba horas y horas tocando el timple
delante de los pájaros, y no sé quién influyó más en quién, porque si unos
cantaban sinfónicos y virtuosos, el otro no le iba a la zaga haciéndonos tocar
el séptimo cielo con sus acordes. Y como ya he repetido, tampoco podemos obviar
sus dotes culinarias, ni su bonhomía, ni el carácter que le asemejaba a
aquellos canariones de antes que cada vez abundan menos por esta isla. Un gran
tipo, un personaje de los que perduran.
Un buen hombre que supo ganarse el respeto y el cariño de la gente. Y no es que
lo diga yo porque sea su nieto: me lo repiten todos los que le conocieron.
Pocas veces he hallado tanta unanimidad a la hora de hablar de alguien. Uno
siente un orgullo especial sabiendo que lleva genes tan queridos y tan
admirados, sobre todo porque son genes de gente del pueblo, sencilla y
trabajadora, de aquéllos que empujaron el carro con denuedo y sacrificio para
que hoy nosotros pudiéramos vivir un poco mejor.
Al homenajear a mi abuelo se está homenajeando a varias
generaciones de canarios con un jeito y una forma muy especial de afrontar los
tres días que estamos sobre la tierra. Creo que esa condición temporal la
tenían bastante asumida, y por eso supieron tomarse las cosas con humor, casi
siempre socarrón y cargado de ironía, y al mismo tiempo con una pachorra que
frenara la velocidad de los días y de los años; y por supuesto también con
palabras y acordes musicales que ayudaran a volver mágicos e inolvidables cada
uno de los segundos que fueron viviendo. Mi abuelo procedía de la zona de San
Lorenzo, aunque su primera biografía se escribe sobre todo en Arucas. Así como
por parte materna mi condición de guiense se pierde en la noche de los tiempos,
en la paterna jugó mucho el azar, el amor y el espíritu emprendedor de mi
abuelo. De San Lorenzo pasó a Arucas a trabajar con su hermano Juan Miguel Gil,
que regentaba un negocio parecido al que luego abriría mi abuelo en Guía. Allí
conoció a mi abuela, Cristina Romero Betancort. Hablaba antes del amor porque
entre ambos, entre Santiago y Cristina, hubo una apuesta decidida por compartir
destino por encima de frenos familiares o distancias sociales. Llegaron a Guía
y mi abuelo abrió el primer negocio casi enfrente de la posterior bodega, en
donde estuvo la horchatería, en la misma calle Marqués del Muni. Ya en 1936,
azarosamente el mismo día que empezó la malhadada Guerra Civil, el 18 de julio,
abrió la actual bodega con el formato de tienda y bar tan propio de muchos
negocios de aquellos años en los entornos rurales de Gran Canaria. Durante 70
años allí se fue escribiendo buena parte de la historia de nuestro municipio.
Se celebraban alegrías y se lloraban penas.
Mi abuelo Santiago también ayudó en todo lo que pudo a los
más humildes durante la época del racionamiento, y llegó a tener el surtidor de
gasolina en el que se abastecía la mayor parte de los vehículos que se movían
entre La Aldea y la capital. No se hizo millonario. Nunca fue una persona
ambiciosa. Se conformaba con ser feliz y con hacer felices a los demás. Por eso
no lo hemos olvidado. Dejó la huella más indeleble que puede dejar uno sobre la
tierra: la memoria de una presencia llena de energía y de fuerza vital. En su
hija María Cristina (a la que, junto a mi abuela, también quiero sumar a este
homenaje), en Toñi, en María Eugenia, y por supuesto en su hijo Chago (que es
quien ha sabido mantener la memoria de mi abuelo, de hecho creo que sin su
mediación a lo mejor su recuerdo no hubiera perdurado como lo ha hecho), se mantuvieron algunos de sus más recordados
gestos y la mayor parte de sus valores. Unos valores que de alguna manera
también nos han transmitido luego a los nietos para ayudarnos a ser mejores
personas.
Como decía al principio, esta noche no sólo se homenajea a
mi abuelo. Junto a él están representados en este acto todos aquellos
comerciantes del pueblo que tuvieron
negocio en nuestras calles entre los años treinta y los años ochenta. Eran unas
tiendas con otro encanto, en buena medida por la peculiaridad y la presencia de
quienes las regentaban. Espero que la bodega pueda volver a abrirse como museo
y lugar de referencia para los guienses, y también para los que nos visitan desde
todas partes del mundo buscando el reclamo de un sitio que entre mi padre, mi
abuelo y mi hermano supieron hacer emblemático y tremendamente unido a la
propia personalidad y a la imagen de nuestro casco histórico. Más de treinta
años después de su muerte seguimos hablando de Santiago Gil Cabrera, de “Santiaguito
el de la bodega”, como si estuviera sentado en esta plaza por la que aún
resuenan sus pasos cómplices y cercanos, sin duda eternos. Parafraseando a
Jorge Manrique continuamos hablando “de
aquel que aunque la vida perdió, dexónos harto consuelo su memoria”. Para seguir recordándolo yo creo que no hay
nada mejor que la música. Dicen los que saben del cerebro humano, y yo creo que
es algo que podría corroborar cualquiera de nosotros, que los olores y la
música es lo que más raudamente nos coloca en el camino de los recuerdos. Si
cerramos los ojos y recordamos aquellos olores que salían desde la cocina del
Siete y se colaban por todo el pueblo veríamos sobre la marcha la sonrisa bonachona
de Santiago Gil Cabrera. También lo podemos encontrar cada vez que suena un
timple llevando acordes de nuestro folclore. Hoy ese honor de llevarnos al ayer
le corresponde al grupo Ayres. Les dejo con su música, la misma música que,
habiendo vibrado en el corazón de nuestros abuelos, se sigue prodigando
milagrosa cada vez que se adueña del espacio y del tiempo de cada uno de
nosotros. Muchas gracias.
NOTA: Texto íntegro del discurso pronunciado con motivo del homenaje póstuno a su abuelo "Santiaguito
el de la Bodega"
VER CRÓNICA DEL HOMENAJE (Joaquín Rodríguez)
VER GALERÍA DE FOTOS DEL HOMENAJE (Pachi Rivero)
VER
ARCHIVO DE FOTOS (cedidas
por Sergio Aguiar)
MAS INFORMACIÓN