Ciudad de Guia (Gran Canaria, Spain)

HabÃa algo esotÃ©rico que te hacÃa pensar que la postal o la carta ya caminaba en busca de su destinatario por caminos subterrÃ¡neos o por invisibles conductos que nosotros no Ã©ramos capaces de ver. Todo eso me imagino que vendrÃa por las cartas a los Reyes Magos que depositÃ¡bamos cuidadosamente en los buzones amarillos de nuestra infancia. No parÃ¡bamos de preguntar si era seguro que a travÃ©s del buzÃ³n llegarÃa sin problemas a Baltasar, Gaspar o Melchor. No las tenÃamos todas con nosotros, y de una forma tÃ¡cita todos los niÃ±os nos ponÃamos de acuerdo para utilizar el mismo buzÃ³n. No sÃ© si fue por ser el primero que habÃa a la entrada al pueblo o por ser uno de los mÃ¡s llamativos, pero lo cierto es que casi todos coincidÃamos metiendo nuestras cartas peticionarias en el que estaba en la esquina de MÃ©dico EstÃ©vez con la calle Real, justo enfrente del comercio de mi padre. Cuando echabas la carta encomendabas tu suerte a la magia del buzÃ³n elegido. Antes habÃamos ido a comprar la referida carta a la librerÃa de DoÃ±a Mercedes y don Pepito Pons en la calle MarquÃ©s del Muni. Siempre me he preguntado quÃ© diablos harÃ¡n los carteros con las miles de cartas de niÃ±os que reciben en navidad. Si yo fuera cartero tendrÃa una colecciÃ³n interminable de cartas de reyes. No sÃ© que darÃa yo ahora mismo por volver a encontrarme con uno de aquellos textos que escribÃa cuidadosamente y con la mejor de mis letras pidiendo la bicicleta, el robot o la cartuchera con la pistola de mixtos. Igual los carteros se desternillaban de risa cuando leÃan nuestras ingenuidades, sobre todo cuando nos ponÃamos a justificar nuestras conductas anuales y nuestros pequeÃ±os pecadillos de infancia. Esas cartas casi nunca necesitaban sellos. VenÃan con un diseÃ±o y con el sobre y el papel configurado para llegar directamente a los magos de Oriente sin necesidad de pegarle el cabezolo de Franco. AsÃ y todo muchas veces no nos convencÃan y terminÃ¡bamos estampando el sello de marras al lado de las efigies de Melchor, Gaspar y Baltasar. Supongo que todas esas cartas hace tiempo que forman parte de la historia de los vertederos guienses, pero uno siempre tiene la duda y a veces llega a pensar si no estarÃ¡n aÃºn por el subsuelo de aquel buzÃ³n en el que depositÃ¡bamos todos nuestros sueÃ±os.

En aquellos aÃ±os crÃ©dulos y fantasiosos de nuestra infancia las postales tenÃan un brillo especial que las volvÃa un poco kitsch, casi siempre retocadas por alguien a quien se le iba la mano con los brillos y los colores. Las de GuÃa me acuerdo que aparecÃan siempre con unas plataneras de un verde tan intenso que casi parecÃa una ciÃ©naga o parte del Amazonas mÃ¡s profundo. Aquellas postales que recibÃamos junto a los sellos entonces tambiÃ©n mÃ¡s luminosos y brillantes eran como invitaciones a los sueÃ±os y a los viajes mÃ¡s soÃ±ados. Siempre que llegaba una postal de la PenÃnsula, de otras islas, y no digamos del extranjero, nos ponÃamos a volar sobre la marcha imaginando lo que habrÃa detrÃ¡s de cada una de aquellas fotos. Era parte de un juego necesario para ensanchar el mundo en una generaciÃ³n que sÃ³lo tenÃa un canal televisivo y que aÃºn no disponÃa del Google Earth para recorrer el planeta.

Yo fui coleccionador de sellos de correo, usados o reciÃ©n salidos en colecciones que nos guardaban en las oficinas y que llegaban a nuestras manos cargadas de historia y referencias conmemorativas. Cada sello era un billete con el que poder recorrer el mundo. Nos guardaban los sobres y nosotros los ponÃamos en remojo para desprender los sellos matasellados en Caracas, en RÃo de Janeiro o en Sevilla. Tocando y mirando los sellos tocÃ¡bamos y mirÃ¡bamos las ciudades de donde procedÃan y tambiÃ©n todo el camino que habÃan recorrido hasta caer en nuestras manos. La lupa servÃa entonces para engrandecer nuestra capacidad soÃ±adora. Cada sello era una aventura.

Hoy andamos con comunicaciones mÃ¡s asÃ©pticas e inmediatas. En un segundo hacemos llegar un mensaje al otro lado del planeta a travÃ©s del correo electrÃ³nico. Pero no es lo mismo, nunca tendrÃ¡n el encanto ni la luminosidad del sello que anticipa las emociones. Las cartas de amor sin sellos estÃ¡n como huÃ©rfanas, y no digamos las declaraciones virtuales o a travÃ©s de unas webcams que nos robotizan y nos convierten en una especie de autÃ³matas o de hermanos clÃ³nicos de Blade Runner. No creo que los niÃ±os de ahora estÃ©n enviando sus cartas a los Reyes Magos a travÃ©s del correo electrÃ³nico, pero no me extraÃ±arÃa, y si no lo hacen ya lo harÃ¡n en el futuro. Vale que se ahorra papel y que gana el medio ambiente, pero no creo que haya papeles mejor gastados que los de las cartas y los sobres de toda la vida. Si acabamos con ellos acabaremos tambiÃ©n con nuestra propia historia. Y luego estÃ¡ cartero, esa figura referencial y emblemÃ¡tica que iba por todo el pueblo llevando una saca cargada de cartas que mÃ¡s de una hacÃan cambiar la vida o el Ã¡nimo de quien las recibÃa. A lo mejor me estoy poniendo pesado y poco amigo de los avances tecnolÃ³gicos. No reniego del correo electrÃ³nico, y de hecho me parece uno de los grandes milagros en la evoluciÃ³n de la raza humana, pero los avances no tienen por quÃ© arramblar nuestras pequeÃ±as referencias cotidianas. Las cartas, los buzones o los carteros deben seguir formando parte de nuestra vida. Si suprimiÃ©ramos los sellos estarÃamos suprimiendo tambiÃ©n nuestros instintos mÃ¡s aventureros e imaginativos, la huella que queda de nuestro paso por el mundo, el matasellos que certifica nuestras querencias y nuestras amistades mÃ¡s lejanas. Cuando alguna vez abro mi colecciÃ³n de sellos de la infancia regreso inmediatamente a casa.