Cuando yo era niño las puertas de casi todas las casas
estaban siempre abiertas de par en par o con el gancho puesto para que uno
pudiera pasar sin necesidad de timbrazos o mirillas de seguridad. Yo creo
que el cierre de las casas es una de las causas que más han contribuido a
la mortandad que a veces se respira en las calles de Guía. Antes se notaba
más la vida y la actividad y el trajín diario de las gentes. Paseabas por
las calles y veías las macetas llenas de flores de los recibidores,
escuchabas el canto de los pájaros o el ladrido de los perros y te parabas
a pegar la hebra con quienes se sentaban junto a la ventana abierta, o
directamente delante de la puerta de su casa. En las casas de mis dos
abuelas nunca hubo timbres. Todo lo más, cuando se cerraba por la noche o
por alguna salida prolongada, se tocaba la aldaba o se golpeaba
directamente la madera. Entrabas y salías levantando el gancho, como mismo
hacías en la mayoría de las casas terreras del pueblo. Tocabas y te decían
que podías pasar, no había los miedos, ni tampoco las inseguridades que
tenemos hoy en día. Hay cosas que cambian para bien, y otras que nos
vuelven más desconfiados y temerosos, y por tanto menos felices. Las
puertas abiertas o entornadas llenaban las calles del pueblo del olor de
las comidas y de los estribillos de las canciones que entonaban quienes
andaban limpiando los suelos o fregando los platos. No se escuchaban los
televisores, entre otras cosas porque no emitían todo el día como ahora, y
también porque la gente no veía más que un par de programas más o menos
populares, las películas y los pocos partidos de fútbol que entonces daban
en directo. La reina de la casa era la radio, una radio de anuncios
imaginativos y sonoros y de mucha participación ciudadana.
Se ha perdido esa sensación de cercanía que te hacía
sentir verdaderamente como en casa reconociendo los olores del sofrito de
los potajes o los adobos. Ya sé que ahora vendrán todos esos ultramontanos
y nostálgicos franquistas hablando de la seguridad que había en la
dictadura, del respeto y de todas esas martingalas con las que intentan
justificar la falta de libertades y el abuso de poder. No cambio la
libertad de ahora por la supuesta seguridad de antes, aunque no creo que
tenga que ver una cosa con la otra. Más bien se trata de un cambio de
hábitos y de formas de entender la vida. También ha influido mucho la
llegada de la droga y el constante machaqueo para que la gente se vuelva
ambiciosa y sólo quiera dinero a costa de cualquier cosa, sobre todo a
costa de su honradez y de su dignidad personal. También el mundo se ha
llenado de miedos y de desconfianzas, y ahora el ocio está de puertas
adentro, mirando como lelos las pantallas de los televisores o de los
ordenadores. Ya no hace falta hablar con el vecino. y si hoy tuviéramos la
puerta abierta como antaño lo más probable es que el primer yonqui
enmonado que pasara junto a ella se llevaría hasta las macetas de violetas
o de geranios luminosos. Yo recuerdo mis trayectos entre San Roque y La
Plaza como una especie de procesión de saludos que uno iba repitiendo en
cada portal y en cada ventana. Vimos envejecer y luego morir a casi todos
los que nos veían pasar de niños camino del colegio o de las canchas del
barranco. Recuerdo, por ejemplo, mis largas peroratas con Delfi, en la
calle del Medio. Estaba todo el día sentada viendo pasar a la gente,
probablemente soñando una vida en la que no tuviera los problemas físicos
que le impidieron salir al mundo en igualdad de condiciones que el resto
de sus vecinas y amigas. Coleccionaba sellos, posiblemente para soñar con
los viajes que nunca pudo hacer, y me imagino que también para inventarse
amores y príncipes azules. También estaban las inevitables chismosas, casi
siempre con rostros avinagrados y miradas traidoras, que actuaban cuando
ya tú habías pasado y podían ponerte a parir entre cuchicheos y
maledicencias. Pero me quedo con la parte festiva de esa vida de calle que
ahora ha desaparecido. A veces, cuando camino por las calles del pueblo
sin tropezarme a nadie por la calle y con todas las puertas cerradas a cal
y canto, soy capaz de recrear todas aquellas voces y aquellos olores de
antaño. Y por supuesto sitúo a los que ya no están entre nosotros en sus
ventanas o sus sillas de tea colocadas junto a la puerta. Recuerdo las
casas de mis amigos, los patios luminosos, las flores y las plantas, los
suelos de madera y sobre todo los olores de cada una de esas casas que
ahora parecen abandonadas o ajenas a la realidad cotidiana de la gente que
hace vida en el pueblo. Entonces golpeabas la aldaba contra el metal de la
puerta o te anunciabas directamente por la ranura que dejaba el gancho que
la mantenía entornada todo el día. Teníamos otra percepción de la ciudad,
la conocíamos por dentro, con sus cocinas, sus patios y sus trasteros, y
quizá por eso la veíamos tan inabarcable y tan grande. No sólo era nuestra
mirada de niño la que la agrandaba y la hacía parecer el centro del
universo. Aquellos escenarios con los cortinajes siempre abiertos de par
en par se convertían en teatros cotidianos que nos hacían soñar en un
mundo lleno de curiosos personajes y decorados variopintos. También detrás
de cada una de esas puertas uno todavía sigue guardando la interminable
galería de personajes que formaban parte de nuestra infancia más
callejera, entrometida y parlanchina.
Enero de 2007.