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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

PUERTAS ABIERTAS

Santiago Gil

Cuando yo era niño las puertas de casi todas las casas estaban siempre abiertas de par en par o con el gancho puesto para que uno pudiera pasar sin necesidad de timbrazos o mirillas de seguridad. Yo creo que el cierre de las casas es una de las causas que más han contribuido a la mortandad que a veces se respira en las calles de Guía. Antes se notaba más la vida y la actividad y el trajín diario de las gentes. Paseabas por las calles y veías las macetas llenas de flores de los recibidores, escuchabas el canto de los pájaros o el ladrido de los perros y te parabas a pegar la hebra con quienes se sentaban junto a la ventana abierta, o directamente delante de la puerta de su casa. En las casas de mis dos abuelas nunca hubo timbres. Todo lo más, cuando se cerraba por la noche o por alguna salida prolongada, se tocaba la aldaba o se golpeaba directamente la madera. Entrabas y salías levantando el gancho, como mismo hacías en la mayoría de las casas terreras del pueblo. Tocabas y te decían que podías pasar, no había los miedos, ni tampoco las inseguridades que tenemos hoy en día. Hay cosas que cambian para bien, y otras que nos vuelven más desconfiados y temerosos, y por tanto menos felices. Las puertas abiertas o entornadas llenaban las calles del pueblo del olor de las comidas y de los estribillos de las canciones que entonaban quienes andaban limpiando los suelos o fregando los platos. No se escuchaban los televisores, entre otras cosas porque no emitían todo el día como ahora, y también porque la gente no veía más que un par de programas más o menos populares, las películas y los pocos partidos de fútbol que entonces daban en directo. La reina de la casa era la radio, una radio de anuncios imaginativos y sonoros y de mucha participación ciudadana.

Se ha perdido esa sensación de cercanía que te hacía sentir verdaderamente como en casa reconociendo los olores del sofrito de los potajes o los adobos. Ya sé que ahora vendrán todos esos ultramontanos y nostálgicos franquistas hablando de la seguridad que había en la dictadura, del respeto y de todas esas martingalas con las que intentan justificar la falta de libertades y el abuso de poder. No cambio la libertad de ahora por la supuesta seguridad de antes, aunque no creo que tenga que ver una cosa con la otra. Más bien se trata de un cambio de hábitos y de formas de entender la vida. También ha influido mucho la llegada de la droga y el constante machaqueo para que la gente se vuelva ambiciosa y sólo quiera dinero a costa de cualquier cosa, sobre todo a costa de su honradez y de su dignidad personal. También el mundo se ha llenado de miedos y de desconfianzas, y ahora el ocio está de puertas adentro, mirando como lelos las pantallas de los televisores o de los ordenadores. Ya no hace falta hablar con el vecino. y si hoy tuviéramos la puerta abierta como antaño lo más probable es que el primer yonqui enmonado que pasara junto a ella se llevaría hasta las macetas de violetas o de geranios luminosos. Yo recuerdo mis trayectos entre San Roque y La Plaza como una especie de procesión de saludos que uno iba repitiendo en cada portal y en cada ventana. Vimos envejecer y luego morir a casi todos los que nos veían pasar de niños camino del colegio o de las canchas del barranco. Recuerdo, por ejemplo, mis largas peroratas con Delfi, en la calle del Medio. Estaba todo el día sentada viendo pasar a la gente, probablemente soñando una vida en la que no tuviera los problemas físicos que le impidieron salir al mundo en igualdad de condiciones que el resto de sus vecinas y amigas. Coleccionaba sellos, posiblemente para soñar con los viajes que nunca pudo hacer, y me imagino que también para inventarse amores y príncipes azules. También estaban las inevitables chismosas, casi siempre con rostros avinagrados y miradas traidoras, que actuaban cuando ya tú habías pasado y podían ponerte a parir entre cuchicheos y maledicencias. Pero me quedo con la parte festiva de esa vida de calle que ahora ha desaparecido. A veces, cuando camino por las calles del pueblo sin tropezarme a nadie por la calle y con todas las puertas cerradas a cal y canto, soy capaz de recrear todas aquellas voces y aquellos olores de antaño. Y por supuesto sitúo a los que ya no están entre nosotros en sus ventanas o sus sillas de tea colocadas junto a la puerta. Recuerdo las casas de mis amigos, los patios luminosos, las flores y las plantas, los suelos de madera y sobre todo los olores de cada una de esas casas que ahora parecen abandonadas o ajenas a la realidad cotidiana de la gente que hace vida en el pueblo. Entonces golpeabas la aldaba contra el metal de la puerta o te anunciabas directamente por la ranura que dejaba el gancho que la mantenía entornada todo el día. Teníamos otra percepción de la ciudad, la conocíamos por dentro, con sus cocinas, sus patios y sus trasteros, y quizá por eso la veíamos tan inabarcable y tan grande. No sólo era nuestra mirada de niño la que la agrandaba y la hacía parecer el centro del universo. Aquellos escenarios con los cortinajes siempre abiertos de par en par se convertían en teatros cotidianos que nos hacían soñar en un mundo lleno de curiosos personajes y decorados variopintos. También detrás de cada una de esas puertas uno todavía sigue guardando la interminable galería de personajes que formaban parte de nuestra infancia más callejera, entrometida y parlanchina.

Enero de 2007.

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