Las calles olían siempre a potaje y a sotal. Cada casa
proponía un viaje gastronómico diferente, y cada vecina limpiaba su trozo
de acera como si fuera una parte más del pasillo o del corredor de su
propia vivienda. Siempre había alguien baldeando o mandándonos a la otra
acera para que no pisáramos lo mojado. Nos echaban de todas las casas los
sábados por la mañana para que no pisáramos los suelos recién fregados.
Sólo recuerdo quedarme entre cuatro paredes cuando estaba enfermo o cuando
llovía más de la cuenta. El resto del tiempo nuestra patria eran todas las
calles y todos los campos del pueblo. Pero no andábamos solos. Siempre
teníamos un perro que iba con nosotros a todas partes. Perros sin nombre,
sin pedigrí y sin correas. Fieles, leales y amigos a carta cabal. Nunca
tenían nombres, o mejor, los nombres se los poníamos nosotros el día que
empezaban a acompañarnos. Se llamaban Canelo, Rayco, Tobi o Sultán. O bien
adoptaban el apelativo de cualquier serie de dibujos animados que
estuviera de moda. Se conformaban con los cuatro mendrugos o las dos o
tres cáscaras de queso que sacábamos a escondidas de nuestras casas. No
sabíamos dónde dormían, pero siempre los encontrábamos en la misma zona
del barranco, del Polvorín o de cualquiera de las plazas del pueblo. Se
dejaban acariciar y nos lamían las manos en señal de agradecimiento. Qué
vida habrían llevado cualquiera de aquellos chuchos de mirada triste. No
se les trataba como ahora. Entonces eran pocos los que tenían perros
metidos en su casa. Todo lo más andaban por las azoteas o las fincas a su
libre albedrío. Quizá los perros de cacería eran los más mirados y los que
estaban en casetas más o menos bien alimentados. Bueno, y el pastor alemán
de la guardia civil que salía a jugar con nosotros desde que pasábamos
junto al aparcamiento de la calle Real. También recuerdo a Felipe, un
perro bonachón que pertenecía a Benedita la de la tienda de San Roque y
que dormía en la trastienda. Los otros, los que siempre andaban por el
pueblo, aparecían y desaparecían igual de misteriosos. Los echábamos de
menos un par de días cuando se iban, pero al poco tiempo aparecía otro,
habitualmente cojo, atemorizado, y siempre con ojos tristes de traición,
derrota o palos. No es la gente de campo un dechado de humanidad cuando se
relaciona con otros seres vivos. En el caso de los perros, muchos eran los
que no dudaban a la hora de darles un mal golpe (decían que lo acostaban,
o que lo echaban) mortal, de propinarle palazos o de abandonarlos a su
suerte en cualquier lugar lejano. Nunca olvidaré la imagen de Mansita, la
perra que estuvo muchos años en la azotea de casa de mi abuela en Las
Barreras, el día que mis primas la encontraron amarrada dentro de un saco.
Era hembra y se conoce que el bestia de turno no quería perras hembras. No
era más que un cachorro cuando la salvamos. Luego viviría más de 10 años
como parte de nuestra familia.
Pero a los otros perros, a los que iban pasando
consuetudinariamente por nuestras vidas, uno los recuerda hoy con cierta
pena, como si también nosotros les hubiéramos fallado. Nunca se nos
ocurrió meterlos en nuestras casas o tratar de cuidarlos de una forma más
responsable. No dejábamos de ser niños, y de alguna manera para nosotros
eran perros de la calle, curtidos en mil batallas y acostumbrados a
sobrevivir a la intemperie, aunque nosotros no supiéramos todavía qué
diablos era eso de la intemperie. Iban a todas partes detrás de nosotros.
Eran grandes o pequeños, marrones o negros, pero siempre tenían la mirada
triste, incluso cuando jugábamos con ellos entre risas y carreras
desbocadas. Hoy tengo perro, y si puedo siempre me haré acompañar por la
lealtad, la ternura y la sapiencia infinita que uno encuentra en los ojos
de un perro cuando le mantiene la mirada. De alguna forma cada caricia que
le doy se la estoy dando a todos y cada uno de aquellos perros sin nombre
que nunca supimos donde acababan muriendo. Un buen día dejaban de venir,
supongo que cogidos por los de la perrera, o perdidos en cualquier cruce
de caminos. Recuerdo que siempre iban con nosotros. Se llamaban Rayco,
Tobi, Canelo o Sultán. Daba lo mismo.
Mayo de 2007.