Ahora que todo parece que se ha acelerado y que se
acabaron los sosiegos y las saudades del pasado, quisiera recordar la
pachorra sabia y sempiterna de los caracoles de mi infancia. De vez en
cuando me los tropiezo en los campos y en los jardines justo después de la
lluvia. No sé si son los mismos porque no conozco la esperanza de vida de
un caracol ni si son capaces de desplazarse decenas de kilómetros con su
lenta velocidad constante. La sensación es que siguen siendo los mismos
que miraba de niños en los campos guienses. Me imagino que yendo tan
despacio y sin agobios la vida se les hará más larga, o al menos les
cundirá mucho más que a nosotros, eternos acelerados sin saber hacia dónde
nos dirigimos a esa velocidad cada día más vertiginosa e hilarante con la
que estamos desperdiciando la propia esencia de nuestra vida.
Pocas veces nos deteníamos de niño, pero cuando lo
hacíamos era porque realmente merecía la pena. Los caracoles nos paraban
en los caminos. No nos salía la sádica conducta infantil de ir destrozando
todo lo que uno se encuentra por delante. Con los caracoles teníamos
piedad y nos sentábamos en las piedras o en los riscos a esperar que
salieran de sus caparazones. Aparecían poco a poco los cuernos,
desconfiados, y luego salía todo el cuerpo de espuma que se desplazaba
como un buda relajado por la tierra mojada. Alguna vez he escrito
poemas sobre los caracoles y su sabia noción del tiempo. Ya digo que de
niños jamás se nos ocurrió pisarlos, y al que lo hacía le largábamos dos
tortazos o una buena reprimenda. Éramos sensibles y observadores. Nos
parábamos delante de los caracoles como mismo lo hacíamos mirando los
sapos de las maretas, las mariposas de abril o los contornos nevados del
Teide que se nos aparecía en mitad de la tarde según mirábamos al
horizonte. Uno no sabía entonces que estaba aprendiendo cosas de la vida
que no iba a olvidar nunca, y todavía hoy sigue sorprendiéndome aquella
saudade mágica de los caracoles. Luego estaban los burgaos de las
costas, pero éstos eran más prosaicos y apenas se movían de las rocas. Los
nuestros, los chuchangos, podían ser enormes y extender sus cuerpos de
espuma por el barro llevando tras de sí esa casa que todos desearíamos
llevar siempre a cuestas cuando nos perdemos por el mundo. Hoy sigo
teniendo cuidado con mis pasos cuando camino sobre la tierra mojada. Me
pongo de mal humor cuando en un despiste siento el crujido de algún
caparazón hecho añicos y el dolor silente del caracol moribundo. Me gusta
observarlos y aprehender su noción del tiempo y sus ritmos cotidianos. Uno
quisiera sacarle la misma esencia que le sacan ellos a la vida. Ir
despacio es una forma de exprimir el tiempo y de no dejar que nos agote y
nos desespere con su paso veloz, vertiginoso e insensible. Ahora los
ritmos los marcan otros, y desde que nos despistamos nos perdemos lejos
del acontecer tranquilo y sabio de la naturaleza. Por eso nos cuesta tanto
encontrar el norte. En ese sentido escribir también es una manera de
detener o refrenar el tiempo. Cada paso que damos debería tener una gran
importancia; sin embargo andamos insensibles, dejándonos llevar, sin
enterarnos ni dónde pisamos ni por qué lo estamos haciendo. Vivimos
exactamente igual, y cuando nos empezamos a dar cuenta la mitad de nuestra
vida ya se nos ha escapado entre los dedos. Por eso hay que volver al
caparazón de nuestros propios recuerdos de vez en cuando, caminar con
ellos, valorarlos, y moverlos lentamente a medida que nos movemos
nosotros. Eso es lo que hacen los caracoles cuando arrastran sus
caparazones. Van despacio porque llevan toda su vida tras de sí, y la
mueven con esa pachorra que también estilaban nuestros antepasados para
sacarle más partido a su existencia. No debemos dejar de observarlos
cuando salen a los campos después de la lluvia. Su bendita lentitud nos
puede ayudar a salvarnos. Ellos también llegan a su destino, pero no se
mueren antes tratando de correr como locos por los campos. Han aprendido a
no suicidar ni un solo minuto de su tiempo.
Abril de 2007.