MONAGUILLO ROJO
Santiago Gil
La infancia es una patria surrealista. Todo podía
pasar. Éramos crédulos y fantasiosos, bullangueros, y devotos de las
tradiciones cuando en éstas se cruzaban los disfraces, los protagonismos o
las devociones. Nuestro objetivo era llevar la camiseta del Guía en un
partido de alevines, meternos debajo de los papagüevos, improvisar
disfraces o salir a las calles vestidos de monaguillos. A mí lo de
monaguillo en la iglesia no me iba mucho. Alguna vez ejercí, pero me
aburría sobremanera, y no compensaba el toque de la campanilla cuando
llegaba el momento de las bendiciones los sermones interminables de don
Bruno. Lo de monaguillo era algo fetén cuando salías a la calle, sobre
todo cargando con el incensiario o con aquellas palmatorias que abrían las
procesiones. No era fácil conseguir ropa de monaguillo. Pasaba como con
los papagüevos, que al final eran los más galletones y los pelotas los que
imponían su ley (la infancia es como la vida: casi siempre ganan los más
fuertes o los petimetres que halagan y pelotean a quien haga falta para no
perder chance). A lo mejor te dejaban la ropa para una procesión menor
entre semana, pero no para el día de la Virgen, para Corpus o para el
Viernes Santo. La decepción y la impotencia me llevaron a pedirle a mi
madre que me comprara una ropa de monaguillo. No era lo mismo que
conseguirla en la iglesia, pero al menos no tendría que mirar la procesión
desde la acera. Me prepararon una ropa de monaguillo roja y blanca para
Corpus. Yo salí muy ufano pisando las alfombras junto a los monaguillos
oficiales. No llevaba nada pero estaba en el centro de la fiesta, y además
en Corpus, que tenía el plus añadido de pisar el serrín, las chiripitas y
los dibujos de sal primero que nadie. Don Bruno hacía la vista gorda a mi
apócrifa presencia. Se veía que no le gustaba mucho que yo viniera con el
uniforme desde mi casa, pero como éramos pocos claudicaba y nos dejaba
salir en procesión. Al Corpus supongo que le siguió el Corazón de Jesús,
la Virgen de Guía, San Roque, Santa Lucía y San Sebastián. Ya se habían
acostumbrado a mi presencia rojiblanca y me dejaban llevar parte del
atrezzo procesional, incluido el incensario que daba gloria bendita olerlo
de cerca. Todo fue bien hasta la primera Semana Santa. Me estaba
reservando para el día grande. No quise salir ni el martes con el Cristo
de la Columna ni el miércoles con la procesión del Encuentro. Yo tenía
todas las miras puestas en el Viernes Santo. Los jueves era otro cantar, y
la lucha por el protagonismo y por una moneda de diez duros se libraba en
el interior de la iglesia: había que estar desde las dos o las tres de la
tarde haciendo méritos para ser uno de los doce elegidos en el lavatorio
de pies: me tocó alguna vez, y de hecho creo que fue el primer trabajo
remunerado de mi vida, para que luego digan que la iglesia no alienta el
capitalismo y la mercadotecnia: nos daban diez duros a cada uno de los
doce apóstoles y salíamos escopeteados al quiosco a ponernos hasta arriba
de golosinas. Pero ya digo que el día grande era el Viernes Santo con
todas las imágenes de Luján Pérez en la calle. Yo tenía previsto colocarme
entre el Sepulcro y la Dolorosa, que eran las dos representaciones más
solemnes del paso procesional. Ya me veía con mi flamante ropa de
monaguillo encarnada en medio de la banda y las autoridades, serio pero
pendiente de las bromas de los amigos que se quedaran fuera de la fiesta
en las aceras. No le dije nada a nadie y me fui a mi casa sobre las cinco
de la tarde a ponerme la ropa. Ya cuando bajaba por la calle del Agua noté
algunas miradas irónicas y más de una sonrisa. Nadie me dijo nada.
Atravesé la entrada de la iglesia ya atestada de gente. Todos iban
enlutados, negros o grises, con compungidos gestos, y no había más color
que el cielo azul y mi radiante ropa festera de monaguillo encarnado. Aún
recuerdo la cara de don Bruno cuando me vio colocarme al lado de la
Dolorosa de Luján un par de minutos antes de que bajara las escalinatas de
la iglesia. No sé si me llegó a dar algún tirón de orejas, pero sí me
acuerdo de su iracundo cabreo por pensar que un chiquillo de siete u ocho
años se estaba burlando de la muerte de Cristo. Me mandó a mi casa con
cajas destempladas. Yo no entendí lo que pasó hasta muchos años después.
No sabía por qué no valía la misma ropa que había llevado ya en varias
procesiones ante la mirada pía de los feligreses y la aceptación del
sacerdocio oficial de mi pueblo. No recuerdo tarde tan triste como aquélla
en la que subía las cuestas camino de San Roque como un Adán recién
expulsado del paraíso; de hecho la famosa imagen de Adán y Eva que
aparecía en los libros de religión siempre me recordó a mí mismo aquella
tarde aciaga de primavera recorriendo las calles que en unos minutos
pisarían los santos y los monaguillos blanquinegros. Una vez me cambié de
ropa y salí a la calle a ver la procesión desde la acera todos me
preguntaban que cómo se me había ocurrido vestirme con colores alegres, y
encima de rojo, para asistir al entierro de Jesucristo. Puede que yo
dijera que no iba a ningún entierro sino a una procesión, aunque creo que
lo único que hacía era quedarme pasmado delante de los integristas que
recriminaban mis buenas intenciones piadosas. Desde ese día renuncié a mi
vocación de monaguillo y de paso a querer ser cura. Me quedé con la
parafernalia siempre colorista y festiva del fútbol o de los carnavales, y
con los juegos en la calle. La iglesia siempre fue sinónimo de obligación
y de solemnidades que quedaban fuera del conocimiento y de la bonhomía;
por eso desde que pude salí corriendo.
Abril
de 2007.
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