MÁSCARAS Y CENIZAS
Santiago Gil
Hace años la vida tenía sus ciclos mucho más marcados
que ahora. Los carnavales no necesitaban de diseñadores rumbosos ni de
campañas publicitarias y mediáticas para lograr que las fiestas salieran a
la calle. En los años del franquismo estaban prohibidas las
carnestolendas, aunque en sus epígonos recuerdo disfrazarme por las calles
del pueblo con tres o cuatro retales y una careta desgastada de diablo o
de payaso. Posiblemente hicieran la vista gorda con los niños, no lo sé.
Sí recuerdo que entonces no había comparsas glamurosas, murgas o
parafernalias espectaculares. Lo que había eran mascaritas que salían a la
calle con un palo de fregona o de escoba, cuatro telas viejas para cubrir
el cuerpo y una voz atiplada con la que esconder la identidad. Nosotros
éramos la mascaritas que andábamos por Guía en los primeros años de los
setenta. Lo que nos gustaba, aparte de la asunción de nuevas
personalidades y del vacilón, era ir de casa en casa pidiendo huevos. No
queríamos caramelos, ni dulces, y a lo sumo aceptábamos alguna media
peseta o un duro: lo que perseguíamos las muchas mascaritas que entonces
nos cruzábamos por las calles con nuestra cutre puesta en escena era
llenar los cestos o las talegas de huevos. Tocabas en las puertas, o
directamente pasabas al interior de la casa anunciando la fiesta con tu
voz más festiva o con un par de aplausos más o menos ruidosos. Salían
todos a preguntarte que quién eras, y se podían tirar media tarde
haciéndote preguntas y sacándote pistas por la voz, por tus movimientos o
por lo poco que tapábamos nuestra verdadera identidad. El premio era que
te dieran un huevito, que es lo que pedíamos nosotros desde que tocábamos
en la puerta, "¿me da un huevito?", mientras que los que trataban de
sonsacarte empezaban con frases con retranca en las que siempre aparecía
la palabra mascarita como una letanía que posiblemente se llevaba
repitiendo cientos de años. Las caretas eran de plástico y generalmente se
presentaban en los escaparates con colores chillones y llamativos que
luego se iban destiñendo con el agua de las lluvias o nuestro propio
sudor. Molestaba una barbaridad el elástico con el que te las sujetabas a
la cabeza, y como ya he dicho solían durar varios carnavales y además eran
intercambiables. Nos pasábamos las caretas unos a otros, cada vez más
ajadas, cada vez menos engañosas. A medida que fueron pasando los años ya
sabíamos cada uno de nosotros quién estaba detrás de la cara de Popeye o
de aquellos diablillos pintarrajeados con colores chillones que se iban
quedando cada vez más mansos y descoloridos. Pero a pesar de ese cutrerío
había mucho encanto en aquellos carnavales improvisados que nos sacaban a
la calle desde que salíamos del colegio. En las casas también nos daban
tortillas de carnaval, de hecho el premio mejor era la combinación de unas
cuantas tortillas de carnaval y un par de huevitos. No recuerdo si los
huevos llegaban luego a nuestras casas. Eso era lo menos que nos
importaba. Lo que valía es que a las ocho de la noche, que era la hora en
que nos solíamos reencontrar casi todas las mascaritas en el entorno de la
plaza grande, tú tuvieras el número suficiente para ganar y para demostrar
que eras el que más habías llamado la atención en el pueblo. Se entendía
que cuanto más gracioso, más llamativo y más festivo fuera tu disfraz y tu
gracejo más huevos te darían en las casas, y de alguna forma se cumplía
ese adagio, aunque supongo que siempre estaría el listillo que compraría
los huevos en la tienda o los cogería directamente en la nevera de su
casa. Las ropas valían más cuanto más horteras, viejas y coloristas, y
sobre todo nos volvíamos locos por las más antiguas, por sagalejos, trajes
o batas del año de Maricastaña. Nos encantaba hurgar en los baúles y los
cuartos de trastos de las casas de nuestras abuelas y encontrar entre los
gramófonos y las lavativas cualquier prenda que nos convirtiera por unas
horas en los reyes del mambo carnavalero guiense. También recuerdo algunas
guerras a palazo limpio por las calles. Había algunos que ni disfrazados
podían dejar a un lado las pendencias, y luego estaban los cobardes que
aprovechándose del palo y la careta pretendían vengar afrentas pasadas.
Pero fueron pocas las emboscadas y las peleas, entre otras cosas porque
uno también llevaba su palo y no dudaba en esgrimirlo cuando aparecía
alguno de aquellos gaznápiros que ya desde entonces andaban enturbiando la
fiesta. No duraban mucho los carnavales, y de hecho creo recordar que sólo
salíamos a la calle el lunes y el martes de carnaval, y que por supuesto
no había festivos a los que agarrarse. Siendo febrero y conociendo el frío
y el chirote de nuestras calles en esa época, me siento extraño recordando
el sudor y el calor de las ropas y las caretas, como si el carnaval
hubiera sido en el mes de julio y en un entorno caribeño. Luego todo se
fue sofisticando y ya empezaron las cabalgatas y las murgas que nosotros
veíamos alelados cuando ponían en la tele los carnavales de Tenerife,
incluso recuerdo que estuve en Santa Cruz con ocho o nueve años y descubrí
qué poco se parecía aquel tropel festivo y ruidoso con el carnaval de
huellas lejanas de mascaritas pisando los adoquines del pueblo silencioso.
Pero igual que llegaba el carnaval se presentaba el Miércoles de Ceniza
con toda la carga de tristeza y de fin de fiesta. El Miércoles de Ceniza
era lo que con los años fue para nosotros el amanecer en las noches de
fiestas más rumbosas y divertidas, el final de la diversión, la vuelta a
la rutina y al silencio, y también la desaparición del otro yo que sólo
aspiraba a divertirse y a epatar a la gente que se encontraba en su
camino. Porque entonces íbamos a la iglesia y nos sentábamos junto a todas
aquellas señoras vestidas de negro y de mirada torva que tarde tras tarde
andaban por el templo repitiendo letanías interminables. Nos decían que
teníamos que ir a que nos dibujaran la cruz en la frente. Era como el
estigma que acababa con la fiesta y nos encerraba en las negruras previas
a la Semana Santa. El cura repetía que aquella señal era indeleble y
eterna, y todavía hoy me miro de vez en cuando al espejo por si se
reproduce o me ha vuelto a salir sin darme cuenta. Nos tiznaban y nos
metían miedo diciendo que no podíamos tocarla. Las amenazas eran más o
menos las de siempre, todo aquel ritual del fuego eterno, la caída de los
rayos fulminantes de los cielos y el resto del martirilogio con el que
trataban de matarnos toda la fiesta que llevábamos dentro. Uno lo ve ahora
como parte del mismo ritual y casi me parecen más literarias que reales
todas esas vivencias que la gente de veinte años se niega a creer cuando
se las cuentas. No conciben un mundo tan rudimentario hace tan poco
tiempo. Pero es verdad que somos la última generación que vivió esos ritos
ancestrales como parte de la normalidad de la infancia. Por eso quizá
cuando miramos al pasado nos vemos más como personajes de ficción que como
seres reales. No resulta normal, mirado con los ojos de estos tiempos, que
fuéramos por las casas pidiendo huevos y que luego nos dejáramos tiznar la
frente con música de órgano y cantos religiosos de fondo. La verdad es que
parece todo cosa de la literatura, del cine o del teatro.
Febrero de 2007.
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