No sé si condiciona o no crecer sin tener cerca una
estación de trenes por la que escaparse. Las aventuras son más aventuras
cuando se mueven en tren, lo mismo que la marcha en busca de la gloria, o
el mismísimo regreso cuando volver es un sinónimo de fracaso. La vida pasa
de otra manera en los trenes, sobre todo en aquellos lejanos de vapor que
ya no vimos, pero también en los destartalados, lentos y oscuros que
recorrían los años sesenta y setenta de la Península. Nosotros no teníamos
trenes a los que subirnos en busca de la gloria o el fracaso. Para escapar
teníamos que acudir al barco o al avión. La tierra no es nunca lugar de
huida para los canarios. Sólo podemos escapar por mar o por aire, de ahí
nuestra inevitable melancolía y la tendencia que tenemos a escondernos en
todas las orillas o en la lejana presencia del cielo y las estrellas. La
huida era un sueño que recreábamos siempre mirando las olas de la playa.
En otros lados bastaba una mochila y un poco de determinación para saltar
a los vagones de un tren, o para subir a una guagua que ayudara a cambiar
de destino, de lengua y de mundo. Nuestras guaguas siempre acababan
encontrando las playas o los acantilados de la costa, y el avión era caro,
caro y poco romántico para marchar llevando sueños volanderos metidos en
la cabeza. Los canarios hubiéramos sido distintos de haber tenido tierra
para huir. Pero nos tuvimos que quedar, o regresamos con los mismos
turistas que vienen aquí como quienes van a Disneylandia. Ahora tampoco
los trenes tienen ese halo aventurero, y de hecho son casi iguales a los
aviones. Nuestro romanticismo viajero lo encontrábamos en el barco, pero
la huida en barco es lenta, pesarosa y dada a la meditación y al
arrepentimiento por las muchas horas muertas que tenemos para pensar. El
tren, en cambio, va rápido y aleja igual de raudo los paisajes. Casi no
nos deja tiempo para la nostalgia.
Nosotros sólo teníamos trenes eléctricos para soñar.
Nos encantaba estar durante horas siguiendo la agilidad casi felina de la
máquina que iba arrastrando sus hierros por los raíles. Éramos capaces de
estar durante horas dejándonos hipnotizar por la velocidad soñadora de los
trenes eléctricos. No recuerdo quedarme quieto de niño muchas veces, me
aburrían los juegos lentos o los que requerían pensar más de la cuenta.
Tampoco aguantábamos los entretenimientos pasivos. Sin embargo los trenes
tenían algo que nos paraba y nos hipnotizaba, tardes enteras escuchando el
runrún mecánico de una maquinaria coordinada y perfecta, casi mítica para
nosotros. Los trenes salían en las películas, y como tales se confundían
con el divismo de las estrellas, con los campos de batalla del Lejano
Oeste y con todo ese otro mundo que tantas veces supimos confundir
benditamente con la realidad.
No estábamos sobrados de máquinas en los setenta.
Recuerdo que de niños sólo había ascensor en el edificio del Banco Hispano
Americano. Para nosotros ir a casa de algunos de los amigos que vivían en
ese edificio era como entrar en algunas de esas películas de las que les
vengo hablando. Nos tirábamos todo el día subiendo y bajando pisos en el
ascensor hasta que el bueno de Dominguito el portero era avisado por
alguna vecina apurada por no poder subir las escaleras en un medio que era
la envidia de todas sus vecinas guienses. Y lo mismo que digo de los
ascensores lo podría decir de los coches teledirigidos: entonces los
coches que funcionaban con pilas iban a donde ellos les daba la gana. Tú
le dabas a una especie de palanca y ellos se desbocaban chocando con las
sillas o partiéndose en cuatro trozos al caer por una escalera. La llegada
del Mercedes o el Pegaso de Rico fue una gran novedad, casi equiparable a
lo que hoy puede ser una videoconsola: esos modelos, y otros semejantes
que empezaron a aparecer, venían con un cable incorporado y un mando con
el que podías dirigir los movimientos y la dirección del vehículo.
Acababas rendido después de estar durante horas siguiendo a menos de medio
metro las evoluciones del Mercedes o del Pegaso, pero por lo menos lo
hacías tuyo y de alguna manera lo controlabas para que no se estrellara
contra las paredes y las patas de todas las sillas de la casa. La
aparición de los primeros coches teledirigidos ya nos cogió un poco
mayores a los de mi generación, pero no por ello dejamos de alucinar con
las inmensas posibilidades de los veloces coches que tú dirigías
tranquilamente desde cualquier banco de la plaza. Eso sólo lo podíamos
hacer nosotros con los bólidos del escalextrix, pero no era lo mismo,
entre otras cosas porque el escalextrix era un coñazo cada vez que te
ponías a armarlo y porque tampoco lo podías llevar a la plaza. Los coches
teledirigidos llegaron más o menos en los mismos años que las teles en
color, y la verdad es que nosotros vimos todo aquello como una
consecuencia de la muerte de Franco: atribuíamos la llegada de las
máquinas y los colores a la desaparición de un régimen que sí percibíamos
opresor, mojigato, sombrío y sacristanesco sin saber siquiera qué
significaban todas esas palabras o la falta de libertad.
Yo los trenes los descubrí en Inglaterra con doce o
trece años, y además pude viajar en una de las réplicas de los primeros
modelos que inventaron los ingleses, con aquella famosa máquina de un tal
Watt (me suena eso de la máquina de vapor del inglés Watt como una
retahíla de las muchas que nos metieron en la sesera en los años de
colegio). Como siempre ocurre en la vida, la experiencia fue muy
gratificante pero no se asemejó en nada a lo que yo había soñado durante
años. Estaba el traqueteo y el paisaje verde que siempre iba quedando
atrás. Y también la sensación de que tú te movías más rápido que la
tierra. Estaba bien, pero no era lo que yo había recreado cuando seguía
los movimientos de los trenes eléctricos de mi infancia. Claro que eran
reales, y que había raíles, y que las estaciones, aún hoy, siguen teniendo
ese encanto que nunca encontraremos en los aeropuertos o las paradas de
guaguas. Tal vez lo que me ocurría es que los trenes no recorrían los
paisajes de nuestra isla, que es lo que soñábamos nosotros todo el rato.
Incluso me acuerdo de unos raíles que estaban por la Avenida Marítima y la
carretera del Sur por los que supuestamente tenía que circular un tren que
yo nunca vi. Siempre preguntábamos y nos quedábamos mirando aquellos
raíles surrealistas que cortaban el horizonte capitalino, pero nos
contestaban con evasivas o no tenían respuestas. Nunca vi el famoso tren,
aunque creo recordar que contemplé algunas fotos en los archivos del
periódico con el susodicho recorriendo la Avenida Marítima por aquellas
aberrantes y antiestéticas vías.
Seguimos sin poder huir en tren; y a lo mejor por eso
nos quedamos y nos vamos quedando. Hace años también nos bastaban cuatro
latas amarradas con una soga para soñar con la escapada y la aventura. La
imaginación era el raíl por el que discurría el traqueteo de la máquina de
nuestros sueños más volanderos. No había estaciones ni factores, pero
parte de nuestra infancia quedó varada entre zigzagueantes trenes
eléctricos que todavía hoy somos capaces de escuchar entrecortadamente
cuando necesitamos aventuras para poder seguir sobreviviendo.
Marzo de 2007.