Revista digital sobre el municipio de Guía de Gran Canaria (ESPAÑA) 

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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

LOS TRAUMAS ANIMADOS

Santiago Gil

Cuando yo era pequeño sólo había en Canarias una canal de televisión. Hasta el Mundial 82 con Naranjito y el enésimo fracaso de la selección española no llegó la segunda cadena, y para las primeras privadas casi tuvimos que esperar a finales de los ochenta o principios de los noventa. Entonces nos alienaban a todos uniformemente, aunque reconozco que la programación con una o dos cadenas era a veces mejor, más aprovechable y más interesante que la que uno se encuentra muchas veces cuando pasa ciento y pico canales en la digital sin saber dónde diablos pararse. Esa imposibilidad de elección hizo que durante años todos viéramos los mismos programas, las mismas películas e idénticas series televisivas. Desde Los hombres de Harrelson a Sturski & Hutch, todos los personajes que iban saliendo por la caja tonta con una frecuencia semanal se ponían de moda y eran utilizados como inspiración para nombretes o para improvisar aventuras. Nos tiraban los tipos con una vida azarosa y aventurera, como mismo preferíamos las películas del oeste que ponían todos los sábados en Sesión de Tarde. Pero antes de la película de marras teníamos nuestra sesión de futura neurosis. Quitando Mazinguer Z, que nos volvió un poco pendencieros y cibernéticos, y Orzowei y Sandokán, que nos hacían soñar con países exóticos o selvas como las que ya habíamos visitado con Tarzán, Chita y compañía, lo que marcó nuestra infancia fue los melodramas lacrimógenos y casi me atrevería a decir que sádicos de Heidi y de Marco. Todavía Heidi tenía su punto de candor y diversión, aunque nunca olvidaremos los sufrimientos que pasamos por la orfandad de la niña, la desaparición del Copito de nieve de las narices, y sobre todo con los esfuerzos de Clara para empezar a caminar. También descubrimos a ese espécimen de personaje que con los años nos íbamos a encontrar en tantos trabajos, vecindades o simples paseos callejeros. La famosa señorita Rottermeyer nos vino bien para saber de la vida y de los malandrines y gaznápiros que se mueven por ella pisoteando, insultando o maltratando por pura maldad. Heidi nos dio algunas malas tardes, mucha carga neurótica y varias malas digestiones. Pero quien nos traía a mal vivir y nos convirtió en lo que somos fue aquel Marco que salió de Génova en busca de su mamá. Nunca olvidaré lo que para nosotros representaba aquella Bahía Blanca en la que el niño y su mono Amedio esperaban tener noticias de su madre. Qué suplicio, qué lágrimas y qué sufrimiento la de aquellas tardes de mediados de los setenta. Yo creo que estábamos toda la semana con el pomo desarretado después de haber visto la mala suerte que acompañaba al niño y al mono. Ya desde que sonaba la canción te ponías en guardia sobre la marcha. Todos éramos Marco, y un poco Heidi, y aquel sufrimiento que nos metimos entre pecho y espalda cada mediodía tiene buena culpa de nuestras neuras y nuestros miedos de hoy en día. Ahora los niños se pueden escapar cambiando de canal o viendo dibujos animados nipones más espabilados y nada dados a la melancolía o a la tristeza casi masoca que estilaba el niño que de los Apeninos fue a parar a Los Andes. Ahora es al revés, ahora se conoce que los nipones quieren que los niños del futuro sean violentos, malhablados y pendencieros. Los dibujos que les ponen en estos momentos se centran más en las artes marciales, los griteríos y las leches con banda sonora y sonidos onomatopéyicos. Entonces no, entonces se comprende que todavía estaban con la resaca de la Segunda Guerra Mundial y de Hiroshima, porque sólo así se entiende esa pasión por lo trágico y lo dramático. Porque vale que el autor del Marco es el italiano De Amicis, pero no tiene nada que ver esa narración con la banda sonora y sobre todo con las eternas lágrimas que el chiquillo tenía siempre puestas en los ojos desde el principio hasta el final de cada capítulo. Nosotros nos veíamos luego en la Plaza o en las canchas del barranco, pero ni de coña nos podíamos divertir como lo hacíamos cualquier otro día de la semana. Aun sin decirnos nada, todos andábamos aliquebrados y tristes mascullando las andanzas del malhadado niño italiano. Menos que en verano nunca ponían estas series, pero se pueden imaginar cómo podía ser un sábado de lluvia en enero o febrero después de haber penado la media hora televisiva. Se nos venía el mundo abajo, como si ensayáramos las muchas tardes tristes de los malos días del futuro. A lo mejor se trataba de eso, de prepararnos para las despedidas, las pérdidas y las decepciones que nos esperaban. Vale que no puede uno pelearse ahora con el entonces director general del ente, pero sí que dan ganas de buscar algún responsable que nos explique a santo de qué nos inocularon tanta tristeza existencial con la Heidi y sobre todo con el Marco del puerto italiano al pie las montañas. Menos mal que luego nosotros compensábamos toda esa virtualidad engañosa sacando nuestras ganas de vivir y de divertirnos, aunque no siempre encontrábamos argumentos para parar la llorera y el embajonamiento. Igual de ahí vienen hoy esas tristezas que vez en cuando nos sorprenden al mediodía de los sábados o los domingos del otoño o del invierno. Con eso, y después con lo que nos hizo sufrir el lumbrera al que se le ocurrió matar a Chanquete para entretenernos un verano, nos volvieron melancólicos y tristones de por vida. Y no digan que la tele no influye en los niños. Hablen con cualquiera de mi generación, y sobre todo hagan un estudio en las consultas de los psicoanalistas. Ni el perro Niebla, ni Pedro el pastor, ni tampoco el mono Amedio sirvieron para que nos tomáramos como ficción y como coña los avatares de aquellos personajes que diseñaban los sádicos guionistas japoneses. Nosotros lo creíamos todo a pie juntillas y nos bebíamos las lágrimas. Busquen por ahí cuando, como decía Neruda, se les vuelvan tristes los muelles cuando atraca la tarde.

Mayo de 2007.

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