Había un tiempo en que no existían los videojuegos y en
que la televisión era un canal en blanco y negro que emitía sólo unas
cuantas horas al día. La vida estaba en la calle y por supuesto también
los juegos y la diversión. Los fines de semana, los festivos y los días de
vacaciones se convertían en una aventura diaria. A veces los juegos venían
marcados por la llegada al quiosco y a las tiendas de los boliches, las
estampas de la nueva Liga de fútbol o algún artefacto juguetero,
generalmente tirando a cutre, que regalaran por un par de paquetes de
chicles o unos cuantos envoltorios de caramelos. Pero nuestra diversión
era mucho más anárquica e improvisada. Me imagino que a cualquiera de
nosotros se le ocurría sobre la marcha construir una caseta de dos pisos o
una subterránea e inmediatamente nos poníamos manos a la obra buscando
cartones, maderas, tachas y plásticos. Luego los otros grupos de amigos se
picaban y hacían lo propio en otras fincas abandonadas en las afueras del
casco urbano guiense. Casi todo era creado por nosotros mismos. Ahora que
soy un manazas recuerdo con nostalgia la soltura y la sapiencia que
estilábamos entonces, unos con más técnica que otros, en la construcción
de cualquier artefacto o caseta que nos propusiéramos. En el colegio
llamaban trabajos manuales, y luego pretecnología, a aquella asignatura en
lo que uno creaba por sí mismo. En esos casos sí nos parecían aburridas y
ridículas las manufacturas, todas aquellas formas geométricas o los
dibujitos para el Día de la Madre, y no digamos cuando había que
reproducir el careto de Cervantes o la silueta del Quijote para celebrar
el Día del Libro. Eso era parte de una asignatura, y por tanto una
obligación: desde niños teníamos claro que las obligaciones jamás son
divertidas. Luego en la calle seguro que aplicábamos más leyes geométricas
y hacíamos más mediciones cada vez que pergeñábamos un nuevo invento, pero
eso era diferente, era un juego, nadie nos ponía nota, y sobre todo
dejábamos rienda suelta a la imaginación.
Hoy en día seguro que no sabría construir un carro de
cojinetes. De niño construía uno cada año, cuando nos daba a todos por
echarnos a rodar por las calles del pueblo con aquellos estruendosos
inventos que apenas lograban doblar cuando aparecía la primera esquina; y
eso a pesar de que la parte delantera era dinámica y la gobernábamos con
un trozo de soga que imitaba las riendas de los carruajes de las películas
del oeste que veíamos los sábados al mediodía en la televisión. Esos
carros desaparecían luego cuando acababa la moda o el ciclo de sus juegos.
Nunca supe de nadie que guardara uno, y mucho menos que algunos de esos
carros llegaran por ejemplo a nuestros días. Supongo que los
destrozaríamos y una vez destrozados pasarían al barranco, que era donde
entonces se acumulaba la basura, los detritus y los restos inutilizables o
que quedaban fuera de moda o de uso. En el barranco, antes de llegar a
Gáldar, siempre olía a basura quemada y veías cómo las ratas se movían
entre las cáscaras de naranja y las latas carbonizadas. Era otro concepto
de tratamiento de residuos sólidos urbanos, casi el mismo que se habría
seguido durante cientos de años. Nosotros desobedecíamos las órdenes
paternas y una y otra vez nos íbamos al vertedero a buscar bicicletas
medio desconchadas, gomas de camión que todavía rodaban por las cuestas y
todos los artefactos que viéramos y que nos sirvieran para improvisar un
día de juegos diferente. Éramos un poco traperos, pero tan traperos como
osados e imaginativos.
Para casi todo hacía falta dominar las cuatro reglas
básicas de un carpintero o de un maestro de obras. Para las hogueras, por
ejemplo, no bastaba con acumular ramas, cartones o colchones en desuso:
había que saber cómo colocarlos para que quemaran correctamente o para que
no se viniera abajo todo desde que empezaran las llamas a flamear como
grandes banderolas majestuosas. Había un halo mágico en todas aquellas
construcciones, creaciones o colocaciones de arretrancos. Aun no habíamos
estudiado las leyes de física pero las aplicábamos sin conocerlas, y luego
cuando las supimos nunca nos explicó nadie que era lo mismo que estábamos
haciendo desde niños: nos las ponían en fórmulas y en complicados
problemas que nos quitaban el sueño. Nosotros sí que dominábamos el
espacio, la velocidad o el tiempo, pero lo hacíamos con la naturalidad con
la que lo hace la propia naturaleza, como ese pájaro que vuela sin ser
consciente que está desplazándose a una velocidad su cero de no sé cuántos
dígitos y por supuesto sin saber quién diablos era Newton: como mucho
conoce la manzana, pero para comérsela, que es para lo único que existe la
manzana.
La técnica también la empleábamos en la construcción de
cometas. Había que montar correctamente la estructura de caña y verguillas,
y luego teníamos que calcular el tamaño de la cola de retales que hacía
que el viento no la dislocase cuando se elevaba y comenzaba la danza de
improvisados giros casi imposibles por los celajes del pueblo. Nosotros
íbamos soltando o recogiendo hilo carreto según se fuera a derecha o a
izquierda. Todavía hoy soy capaz de oler el hilo carreto entre mis dedos,
aquel olor a aventura y a vuelos lejanos que identificamos sobre la marcha
con las cometas y con la maravilla de comprobar que lo que uno hacía
volaba y se elevaba muy por encima de nosotros, allá donde soñábamos que
todo debía de ser poco menos que divino. Soñábamos con volar, por
supuesto, todos los niños sueñan que vuelan sin saber que están volando
cada vez que se suben en la magia de un nuevo día. Se vuela con
naturalidad y sin grandes alharacas, unos días en el papel cebolla de las
cometas de colores y otros en el humo de las hogueras que se terminaba
confundiendo con el arrebol del horizonte o con las primeras negruras de
la noche.
Hacíamos y deshacíamos nuestros propios sueños. No
hubiéramos soportado nunca la pasividad de los juegos actuales, nos
hubiéramos aburridos como ostras siguiendo el rastro de un balón virtual
sin olor a cuero, sin manchas de barro o sin sentirlo golpear contra el
poste o el larguero de cualquier portería improvisada en mitad de una
finca abandonada, con dos palos o dos piedras superpuestas. También los
campos de fútbol los construíamos nosotros, y el césped duraba sólo unos
días después de las primeras lluvias del invierno, pero no era de plástico
ni de material sintético. Todo tenía olor y palpitaba alrededor nuestro.
De alguna manera nosotros también contribuíamos a que todo fuera mucho más
auténtico, con un par de maderas, con unos cuantos cartones, con unos
pocos metros de hilo carreto o con una caja de clavos y de tachas.
Sabíamos cómo se construían sueños.
Febrero de 2007.