Los días de fiesta cambiaba el escenario. El entorno de
la plaza perdía la quietud y el silencio de casi todo el año y se
transformaba en una feria con ruido de ruletas, disparos de balín,
altavoces de tómbolas con un guineo de pareados socorridos y olores a
azúcar requemada, garapiñadas y jareas. A veces tocaban los cochitos y
algún que otro tiovivo en la Plaza Chica. Los coches de choque, sin duda
los reyes de todas las fiestas, buscaban acomodo en el barranco. No creo
que haya momentos tan intensos en la vida como aquellos en los que
estábamos tensos y ansiosos antes de echar la ficha amarilla en la ranura
del coche: según sonaba la sirena y el coche echaba a andar sentías que
volabas. Daba lo mismo los volantazos y las violentas acometidas de los
más bestias. Estabas en tu coche, dibujando trompos y sintiendo por vez
primera que tú controlabas la velocidad y el espacio de tus propios
sueños. Uno entonces hubiera dado cualquier cosa por ser el hijo del dueño
de los coches de choque. Además de ligar en todas las fiestas, podía darse
el gustazo de subir las veces que quisiera en los vehículos de colores
chirriantes y luminosos que chispeaban en los techos metálicos. Hacerte
amigo suyo era garantizarte muchas tardes de gloria en agosto. De lo
contrario tenías que vértelas buscando duros por todas partes para que no
te bajaran del carrusel de emociones que se instalaba debajo de la carpa
que servía de circuito. Con cinco pesetas te comías el mundo, pero los
trayectos duraban poco, siempre eran cortos, escasos, y a veces no
compensaban las emociones de la espera. Allí empezamos a descubrir esa
sensación agridulce que casi siempre nos regala la vida en todos sus
grandes momentos, esa imperfección que tiene el hombre para culminar el
goce y el placer: siempre nos faltaba una vuelta para completar la
expectativa de nuestras ilusiones.
Pero lo que más nos atraía de los puestos festeros de
nuestra infancia eran las ruletas, y en concreto la ruleta de Carmen.
Llegaba cada año a su cita al lado de donde hoy están las cabinas
telefónicas la Plaza Chica. Allí extendía sus acristalados naipes y echaba
a rodar la ruleta de madera que sonaba a matraca a medida que buscaba la
carta elegida. No sé qué edad podíamos tener en aquellos años, pero seguro
que andábamos entre los diez y los doce años. No era como hoy: en días de
fiesta hasta lo niños podían saltarse las normas cotidianas. Llegábamos
con nuestra peseta o nuestro duro y nos jugábamos los cuartos apostando a
la Sota de Bastos o al Caballo de Copas. Descubrimos el juego y las reglas
del azar prematuramente. Luego, con los años, no he sido reincidente,
quizá porque entonces aprendí que se gana y se pierde por puro azar, y que
en ese juego te puedes llegar a enganchar. Nosotros estábamos enganchados
durante cinco o seis días. Y no hablo de uno o dos chiquillos. Casi todos
los niños del pueblo nos arremolinábamos en torno a la ruleta. Lo de los
cubiletes o los naipes era una cosa de mayores, de muchas cantidades de
dinero y de puertas de bares. Lo nuestro era un juego que te daba para
comprar más caramelos de nata o más estampas, y también para adquirir la
quincalla y los colgantes que traían los otros feriantes. Nunca nos
arruinamos, ni tampoco perdimos grandes cantidades. Y la verdad es que a
uno se le pone todavía la piel de gallina cuando recuerda el momento en
que salía la carta a la que habíamos apostado nuestro duro. De golpe te
sentías el rey del mambo, el más fetén de entre todos los amigos, el
tocado por los dioses y la fortuna. Vale que sería ilegal y hasta poco
deseable ese acercamiento a los juegos de azar, pero entonces éramos más
montaraces y atrevidos. Tampoco nos transportaban con sillas de seguridad
en los coches ni llevábamos casco cuando nos aventurábamos en bicicletas
sin frenos por las calles del pueblo. Pero aun así sobrevivimos y
aprendimos muchas reglas básicas de la vida. En este caso supimos de los
caprichos del azar. Siempre manda él. Tú eliges carta pero luego es la
ruleta la que determina. Y da lo mismo que berrees, que le reces a santa
Rita o que te pongas una herradura en el bolsillo. Sí es verdad que
algunas veces, si te concentrabas con todas tus fuerzas en un número, se
producía el milagro. Digamos que ocurría algo similar a lo que nos sucede
de vez en cuando en la vida. Por eso no nos queda más remedio que seguir
deseando con todas nuestras fuerzas aquello que queremos y que necesitamos
para ser felices. No hay reglas establecidas ni fórmulas matemáticas que
avalen el resultado de esos esfuerzos, pero sí es verdad que como pasaba
con la ruleta de Carmen de vez en cuando se produce el milagro. Y al igual
que sucedía entonces cuando elegíamos el Caballo de Copas y salía el
Caballo de Copas la alegría es incomparable. Por eso seguimos apostando
por los sueños.
Abril de 2007.