Uno siempre recuerda las estructuras de las que
colgaban las canastas de baloncesto como unos estorbos que teníamos que
estar todo el santo día moviendo de un lado para otro cuando queríamos
jugar al fútbol. Nosotros no éramos como los niños de ahora que tienen
tropecientas mil ofertas deportivas. Entonces sólo teníamos el fútbol, la
lucha canaria, la natación y un poco de voleibol y balonmano. Pero como el
deporte que practicábamos era improvisado, a menudo montando campos en
pedregales o en fondos de maretas vacías, solía ser el fútbol lo más
demandado y socorrido. También influía que en los periódicos, en la tele o
en la radio no se hablaba de otra cosa. No hacían falta entrenamientos o
estar federados para montar partidos de máxima rivalidad entre calles o
barrios del pueblo. Poco a poco, sin embargo, se fueron sofisticando las
infraestructuras y empezamos a utilizar las canchas que supuestamente se
habían construido para jugar a balonmano, a voleibol o baloncesto como
canchas de futbito, que era como entonces llamábamos todos a eso que ahora
llaman fútbol sala – para nosotros hubiera sido algo hilarante meter en
sala cualquier deporte, y mucho menos el futbito, aunque cuando íbamos a
jugar los partidos interescolares al Vega Mateos de Gáldar casi nos
veíamos jugando en el Bernabéu-. Estaba la cancha del albergue, que
siempre conocimos como la cancha del barranco, la del Instituto y la del
colegio. La preferida era sin duda la del barranco, el gran escenario de
casi todos nuestros pequeños hitos deportivos. El problema de esta cancha
es que era un poco multiusos, y si había gente jugando a baloncesto no se
podía jugar al fútbol. Hasta que tuvimos doce o trece años siempre perdían
los de baloncesto, que eran poco menos que unos bichos raros. Para jugar
tenían que ir a las horas que sabían que no habría nadie con ganas de
jugar al fútbol, después de almorzar o a primera hora de la mañana. Pero
más tarde o más temprano aparecíamos quince o veinte fanáticos con el
balón de fútbol y hacíamos valer nuestra prevalencia y nuestra mayoría
absoluta y aplastante. Antes teníamos que estar rodando las estructuras de
hierro de las que colgaban las canastas. Estaban equipadas con ruedas y a
nosotros nos servían más para hacer el mono que para jugar al baloncesto.
No sé cuando se viraron las tornas, aunque el fútbol
nunca dejó de ser lo más importante. Me imagino que los primeros
acercamientos al baloncesto coincidieron con el Madrid de nuestro paisano
Carmelo Cabrera, y que luego se fueron concretando con la llegada de
aquella generación de grandes jugadores que tuvo su corolario con la
medalla de plata de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. A los doce o
trece años nos entró el gusanillo de la canasta. De repente descubrimos
que nos divertíamos más con la intensidad, la participación y la velocidad
de basket que con las patadas y el alejamiento cada vez mayor del
romanticismo futbolero. Yo hubiera querido ser un gran jugador de fútbol,
pero pronto descubrí que era un poco patán con las piernas. En el
baloncesto, sin embargo, me defendía mucho mejor y además podías progresar
una barbaridad practicando por mi cuenta los tiros a canasta, el dominio
del balón en carrera o las fintas o movimientos más o menos
espectaculares. Por entonces empezamos a ver los primeros partidos de la
NBA en televisión, los famosos Lakers contra los Celtics. Como pasaba como
el Real Madrid y el Barcelona en los terrenos futbolísticos y
baloncestísticos, nuestra generación se fue decantando por la seguridad y
la efectividad de Larry Bird o por los arabescos de Magic Johnson. Yo opté
sobre la marcha por los Lakers y por intentar jugar con el espíritu de
Magic. Pero junto a esas referencias que entonces nos parecían poco menos
que de ciencia ficción estaban aquellos partidos de infarto de la
selección española con los Corbalán, Epi, Fernando Martín y compañía. De
repente las estructuras que servían para sostener y elevar los aros de
baloncesto le fueron ganando la partida a las porterías futboleras. Cada
canasta era un camino a la gloria, y las tardes se nos iban improvisando
partidos de tres contra tres en un solo aro o formando equipos que nos
permitían organizar pequeñas liguillas. Habíamos dejado de ser aquellos
gárrulos que nos reíamos de Feluco, Ferrer, Sosa, Paco y tantos otros
pioneros que cuando nadie sabía siquiera lo que eran tres segundos en la
zona se tiraban la tarde botando el balón y tirando a canasta, casi
siempre solos, y generalmente siendo víctimas de las malévolas bromas de
los que sólo imitábamos a los que salían en las estampas o en el Don
Balón. Poco a poco se fueron mejorando las canchas, los materiales los
aros, los equipajes y por supuesto las playeras. Entonces, cuando nos
empezó a entrar el gusanillo del baloncesto a finales de los setenta, no
había ni redes en las canastas, y lo normal era que jugáramos durante
meses tratando de encestar en un aro medio desconchado y desclavado del
tablero. Al igual que en el futbito y en el resto de los deportes que
practicábamos con una espontánea determinación jamás había árbitro. Nos
entendíamos entre nosotros, y quizá en esa práctica deportiva fue donde
empezamos a descubrir que, al igual que en la vida, los hay nobles e
innobles, tramposos y honrados, creativos e imitadores, y también
compañeros o egoístas: toda la vida se estaba recreando en la cancha,
aunque nosotros entonces no éramos conscientes de ello. También
descubrimos el valor del esfuerzo y la constancia, y por supuesto la
importancia de la suerte. Ahora hace años que no tiro a canasta y que no
pruebo a lanzar un penalti o a practicar una contrapardelera, pero sí
reconozco que aprendí mucho en las canchas de deporte de mi infancia. Con
los años todos aquellos jugadores han ido creciendo y comportándose más o
menos como lo hacían en el deporte. No sé qué ha sido de muchos de ellos
pero seguro que el tramposo sigue dedicado a las trampas y que el
voluntarioso sigue luchando a brazo partido por ganar los partidos de la
vida diaria. Creo que casi todos éramos nobles y buenos deportistas, por
eso podíamos jugar casi siempre sin árbitro. Pero siempre había alguno que
venía a enturbiarlo todo con sus malas formas y sus abusos. Eran pocos,
pero como descubrimos cuando crecemos y nos movemos en otros ámbitos de la
realidad, también entonces se hacían notar y nos terminaban jodiendo los
partidos.
Marzo de 2007.