Supongo que uno también se va quedando en todo lo que
mira. Cada vez que posamos nuestros ojos en cualquier persona o cualquier
objeto estamos dejando algo de nosotros. Nunca se puede mirar en vano, ni
siquiera cuando perdemos la vista en un programa cutre de televisión o en
un soporífero partido de fútbol. Nos nutrimos de lo que vemos, de lo que
escuchamos y de lo que amamos. Incluso los ciegos imaginan lo que están
mirando para hacerse una idea del mundo y para permanecer en lo que
perciben. Yo me he quedado siempre en todos los geranios que he ido
mirando, pero sobre todo en los geranios del jardín de la casa de mi
abuela. Y cuando digo los geranios también estoy diciendo los rosales, los
nispereros o las flores de mayo. Los geranios, quizá por su esplendor sin
estridencias, son las flores que más me han recordado siempre a la
infancia. Lo mismo que la tierra mojada cuando regábamos el jardín con la
manguera o el almíbar de los nísperos que comíamos encaramados en el
séptimo cielo de cualquier nisperero. Uno crece con sus flores, sus
plantas y sus árboles. Y nuestros recuerdos se nutren de sus colores, de
sus olores y del aprendizaje que desde niño nos brindaron con sus ciclos y
sus ritmos naturales, con aquél ir y venir de lo marchito a lo
esplendoroso, de la muerte a la vida, y viceversa. Por eso creemos siempre
en los milagros, porque vimos brotar la vida muchas veces donde ya no
había más que hojarasca y mala hierba.
Volver a la infancia es recuperar los árboles y las
flores que teníamos siempre al alcance cuando mirábamos hacia arriba o
hacia los horizontes. Me reconozco con la mirada perdida en los grandes
laureles de indias de la Plaza Grande y de San Roque, y pocas cosas
recuerdo tan impactantes como cuando los podaban y perdían frondosidad y
presencia. Entonces ganaba el cielo azul, pero no era el mismo cielo que
nosotros aprendimos a mirar entre las hojas y los troncos de los árboles.
Nos sentíamos arropados por los laureles, seguros bajo sus sombras y el
trinar de miles de pájaros que encontraban refugio en aquella pequeña
selva guiense. Un buen día, sin embargo, nos fuimos a recorrer mundo y
empezamos a quedamos a la intemperie. Han podido pasar casi treinta años
sin que nos volvamos a acostar en los bancos de madera de la plaza con los
ojos puestos en la impresionante arboleda que filtraba los rayos solares y
nos regalaba una sombra impagable en las tardes de verano. Supongo que
esos árboles habrán seguido creciendo, y que los habrán ido podando cada
cierto tiempo. Los que no resistieron el paso del tiempo y la llegada del
cemento fueron muchas de las flores y de los árboles que se aliaban con
nuestras aventuras en los alrededores del pueblo. Lo mismo que tampoco
aguantaron las selvas de plataneras y los frutales de la Vega, del
Callejón del Molino o de Las Barreras. Por eso cuando vuelvo evito ciertos
lugares. Siempre que miro sólo veo las flores sepultadas y los árboles en
los que nos subíamos a emular a Tom Sawyer y a Huckleberry Finn. Uno
quisiera hoy acercarse a los viejos árboles y a las flores para filosofar
con ellos sobre el paso del tiempo, y sobre lo que ese tiempo ha ido
haciendo con cada uno de nosotros. Cada hoja de un árbol, y cada pétalo de
una flor, posiblemente tenga más mérito que todos nosotros. Los miramos
con desdén, pero detrás de cada verde y cada lila o rojo que vemos hay
todo un proceso de aprendizaje y subsistencia ante el que tendríamos que
quitarnos el sombrero todo el rato. Pero el hombre se ha vuelto un
prepotente de cuidado, y no se da cuenta que cuando regresa los árboles,
si han logrado mantenerse en pie, siguen siendo más grandes e imponentes
que él. Por eso no los miramos nunca, o lo hacemos con ese aire de
suficiencia que estilamos cuando nos creemos lo más fetén de la creación.
Cierro los ojos y recuerdo cada uno de los geranios rojos que circundaban
el pequeño jardín de la casa de mi abuela en Las Barreras. Me veo sentado
en unas piedras lizas debajo del nisperero escuchando a mi abuela
desgranar mil historias, siempre sorprendentes, siempre distintas aun
siendo las mismas muchas veces, y de fondo recuerdo el agua corriendo por
el riego que se llevaba nuestros barquitos de papel y, sin que lo
supiéramos entonces, muchos de nuestros más bellos y sublimes momentos. La
existencia tiene esas cosas, que nos descubre los instantes más intensos
de nuestra vida cuando ya han pasado delante de nosotros. Por eso hay que
estar atentos todo el rato. No es un tópico lo del carpe diem de Horacio.
Si no andamos con tiento disfrutando cada momento que tenemos de vida nos
estamos jugando nuestros gozos y nuestra razón de ser. De niño no teníamos
tan distorsionados los sentidos, y el simple correr del agua del riego
valía para volver inolvidable una tarde. Y también contábamos con la ayuda
y la saudade de nuestras abuelas. No era pachorra, era sabiduría. Lo que
siempre se nos ha achacado a los canarios, el bendito aplatanamiento, era
una defensa contra la voracidad del tiempo. Lo hacían todo quedamente, y
ese ritmo se transmitía luego a su cotidianeidad. Estábamos más cerca de
las plantas y de los animales, y también de la brisa que en la tarde aún
nos sigue acariciando las sienes sin que nos demos cuenta. Volvamos a casa
cuanto antes: al brillo intenso de los geranios, a la quietud de las
tardes, al silencio. Apaguemos un rato las teles y los ordenadores y
levantemos la vista hacia los árboles y hacia los horizontes. No dejemos
que un ritmo que no nos pertenece nos acabemos suicidando cada uno de
nuestros días de existencia.
Mayo de 2007.