Nosotros nos criamos jugando en la manigua. La presa
era nuestra manigua. Desde niños aquello siempre fue algo distinto al
resto del pueblo, un paisaje que desafiabas desde la altura, torrentes de
agua cayendo por todas partes, la tupida vegetación de laurisilva y
palmerales, recovecos, primeros cigarrillos, primeros amores, escenario de
sueños y de tardes enteras tratando de entender el mundo mirando hacia las
aguas mansas sobre las que dibujaban caminos los patos silenciosos. La
presa eran las tardes en que mi abuela Bárbara se animaba a preparar un
par de bocadillos que nos comíamos en aquel pequeño bosque que estaba
entre el estanque y el dique. Salíamos de Las Barreras, que es donde
estaba mi paraíso de la infancia, y que además fue el lugar en el que yo
empecé a descubrir el mundo. Allí viví mis primeros meses de vida y desde
que podía me iba en busca de aquellas fincas que tanto saben de mis juegos
y mis sueños. Pero lo más grande era la presa, aquel camino que empezaba
antes de llegar al hospital. Primero te encontrabas con un torreón que
como muchos otros que había por todo el pueblo exhibía una calavera
amenazante para que no lo tocaras. Acojonaba lo suyo aquel dibujo, y si
querían asustarnos lo consiguieron de sobra: "Peligro, muerte", y al lado
aquella exageración de rayos y de símbolos amenazantes. Recuerdo el
momento de tocar esas puertas de metal como uno de los más intensos de mi
infancia. Nunca me atrevía, me tenían que estar convenciendo mucho tiempo
para que pusiera la mano al lado de la calavera. Pero la puse muchas
veces, por no quedar como un cobarde. Si hubiera sido verdad no hubiera
llegado nunca a escribir esto. De cualquier forma me quedó siempre ese
miedo, y aún hoy no me atrevo a tocar ninguno de esos torreones que
entonces formaban parte del paisaje rural y urbano de nuestro pueblo
mostrando una estética que sí se ajustaba al paisaje. Mi abuela no nos
dejaba tocar el jodido torreón, como tampoco nos dejaba alongarnos a la
mareta que estaba justo antes de llegar al bosque y a la presa. Esa mareta
era mucho más peligrosa que la propia presa, pero a mí me encantaba
acercarme lo más abajo posible para dar de comer a los patos. De alguna
manera, lo más que nos gustaba entonces de aquellas excursiones
improvisadas era llevarles el pan duro a los patos, a los de la mareta y a
los de la presa. Uno les tenía más cariño a los primeros, quizá por la
costumbre que siempre he tenido de querer lo más débil, lo menos llamativo
y lo que te transmite más ternura. Aquellos patos no tenían las distancias
para nadar que sí disfrutaban los de la presa. Por eso eran más
reconocibles y cercanos, y te agradecían mucho más los mendrugos que les
ibas llevando. Me pasé muchos años llevando pan a los patos silenciosos
que tanto sabían de mis misantropías y mis sueños.
La presa también se convirtió luego en el escenario de
nuestras primeras gamberradas. Fue muchas veces el espacio de combate de
nuestras peleas contra los de La Cuesta, y también el lugar en el que
conseguíamos los tallos de las palmas con los que hacíamos los arcos con
los que disparábamos las flechas de caña. También nos decían que no
debíamos bañarnos, ni en la presa ni el estanque que lleva tantos años
seco y lleno de alimañas. Pero nos bañábamos. A mí nunca me gustó mucho
bañarme en la presa. Me metieron mucho miedo con aquello de que te chupaba
el agua. Estaba todo el rato pendiente de que no me succionaran, y claro,
así no hay quien disfrute del agua, del baño ni del paisaje. Había que
bañarse por lo mismo que había que tocar las puertas de los torreones,
para que no nos tomaran por cagones y para poder seguir disfrutando de
cierto predicamento en la pandilla. Nos vendían peligros por todas partes
y nosotros no creo que pudiésemos ser más felices que desafiando esos
peligros, sobre todo cuando nos colgábamos por los precipicios tratando de
abrir caminos de acceso entre los riscos o las zonas más escarpadas. La
presa la comparábamos con las selvas que veíamos en las películas, sobre
todo la parte que está más cerca a Ingenio Blanco, por donde discurrían
canales de agua helada que dejaban crecer la hierba verde a su alrededor.
Nosotros a aquello le llamábamos pretenciosamente el césped, y allí nos
podíamos tirar largas horas remojándonos en los canales y tratando de
encontrarle el placer a eso de acostarse largas horas en la hierba. Al
final lo único que conseguías era que se te metiera un carrancio en la
entrepierna o en las pocas pelambreras que teníamos entonces en nuestras
canillas. En ese momento siempre aparecía el bruto de turno que estaba
empeñado en que la única manera de arrancar un carrancio o una garrapata
era metiéndole fuego con un fósforo o un mechero. Menos mal que no me dejé
quemar por aquellos pirómanos metidos a galenos. No quiero ni pensar cómo
podría haber sido luego mi vida sexual de haberme dejado meter un fósforo
en los cataplines. Pero me fui salvando del fuego, de morir electrocutado
y de acabar succionado por los fondos traicioneros. También escapé loco de
las pedradas y de las lanzas de caña con la punta de verguilla de las
guirreas. Gracias a eso pude disfrutar luego de la presa como disfrutaría
un neoyorquino de Central Park o un madrileño del Retiro. Ya adolescente
la presa era el lugar al que acudía en busca de respuestas. Me encantaba
perderme por los campos, sobre todo por la zona que conduce a San Juan, en
concreto en un pequeño bosque de lauirisilva que había si te desviabas a
mano derecha. O me entretenía mirando los horizontes del mar y el Teide, o
la visión del casco histórico y el Pico de La Atalaya. Allí acudía a soñar
mi futuro, a penar mis primeros desamores o a dejar pasar las horas en esa
edad en la que todo tu cuerpo y tu cerebro parecen estar a punto de
electrocutarse a sí mismos en cualquier momento. La presa era la manigua
que sosegaba mi espíritu convulso. Junto con las orillas de Agaete también
fue el lugar en el que se me grabaron muchos de los versos que escribo hoy
en día. No manejaba entonces las palabras, pero la energía vital que tenía
y que se enaltecía en aquel paisaje seguro que comenzó a escribir lo que
ahora parece que invento. Viene todo de aquellas tardes, de cuando se
hacía de noche y bajaba por la Cuesta de Caraballo preguntándome qué iba a
hacer en el mundo, y sobre todo qué diablos pensaba hacer el mundo
conmigo. Hace tiempo que no vuelvo. Cuando regresaba me gustaba ir
acompañado de Tomasín. Él iba abriendo siempre el camino cuando mi abuela
juntaba a unos cuantos nietos y nos regalaba aquellas tarde memorables en
un bosque que a uno ahora le parece mentira que pudiera confundir con un
bosque.
La presa era el lugar donde más en contacto estábamos
con la naturaleza, nuestro paraíso más edénico y salvaje. Detrás de cada
estela que aún queda en el agua mansa de la tarde están los ojos de todos
nosotros cuando nos alongábamos al dique en busca de aventuras o
respuestas. Cierro los ojos y me veo solo, con aquel aire frío de tantas
tardes de invierno golpeando mis sienes, trepando por los riscos o bajando
a la orilla donde los patos y las carpas conocían nuestros nombres. O me
asombro igual que entonces siguiendo el vuelo majestuoso de aquella pareja
de garzas reales que cada tarde danzaba sobre las aguas antes de ocupar su
nido trashumante y cálido en la parte más inaccesible de los riscos.
Llegaban puntuales cada año. No sé si aún seguirán volviendo. No conozco
el tiempo que vive una garza, ni cuántos años les suelen durar los amores.
Igual hacen como las gaviotas, que cuando ven morir a su pareja se
estrellan violentamente contra las rocas para ir en su busca. Se suicidan.
Uno cuando escribe lo único que hace es evitar que los recuerdos terminen
haciendo lo mismo que las gaviotas contrariadas. Lo aprendí hace muchos
años en nuestra manigua.
Abril de 2007.