Revista digital sobre el municipio de Guía de Gran Canaria (ESPAÑA) 

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La carnaza

Santiago Gil

Ya ha dejado de ser un juego. Lo que al principio nos parecía un entretenimiento más o menos pasajero ha ido consolidando una serie de valores que amenazan la salud mental y moral de toda la sociedad. Las farotonas y los pavitontos, los lenguaraces y las jesulinas se han ido adueñando de la televisión. Nos van dando lecciones de moralidad a todas horas, explican en bodrios infumables con sangre de tomates podridos lo que es la intimidad, el honor y no sé cuántos otros derechos fundamentales que ellos mismos atropellan a diario. Le dan patadas al diccionario y presumen de su incultura. Roban y hacen ostentación de su dinero. Se prostituyen y se lo cuentan a todo el país como si darse un revolcón con un famoso fuera el no va más de la existencia.

Los dinios, los mariñas, los cocoguaguas que se quedaron en el fango de la mediocridad y toda esa pléyade de petardos y petardas capaces de vender a su madre por dos minutos de gloria están dejando valores como el esfuerzo y el sacrificio a la altura del betún. Las niñas, como decía Sabina, ya no quieren ser princesas, y a los galletones adolescentes lo que les pone es ir por la vida enseñando bíceps y mirando a los demás con las mismas caras de chulos con las que miran casi todos esos indeseables de culebrón que salen en la tele. Y encima todos dicen que son periodistas y están todo el día apelando a su derecho a informar y a hacer el trabajo que miles de compañeros ejercen diariamente desde la dignidad y el respeto al lector, al televidente o al que escucha la radio.

No sé adónde diablos vamos a ir a parar, ni cuál será el próximo exabrupto que nos propondrán las mentes preclaras que andan detrás de todas esas malevas y ordinarias propuestas escatológicas. Tampoco me gustaría estar en el pellejo de un profesor de Primaria cuando le venga el enano de turno diciéndole que lo que quiere es ser famoso y que fulanito o menganita lo son sin apenas saber leer ni escribir. No quiero convertirme en un moralista ni ir por la vida dando consejos a nadie, que allá cada cual con su libertad. Pero creo que toda esa casquería y ese mal gusto entrando a diario en todos los salones y todas las casas es algo nuevo en la vida del hombre. Lo fácil es ser copartícipes y caer en su trampa. Lo heroico es apagarles la pantalla o dejarles siempre atrás cuando pasemos los canales. En este caso sí decidimos nosotros.

Artículo publicado en La Provincia en agosto de 2006

 

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