No, no hablo de algo que sucedió hace un siglo. Hace
sólo treinta años vivíamos una represión sexual y cinematográfica que casi
resulta impensable en este tiempo de conexiones digitales, televisiones
por cable y anuncios pornos en los periódicos. En los años setenta
nosotros para ver un par de tetas o a una mujer desnuda teníamos que
recurrir a las revistas pornográficas que no sé cómo diablos conseguía uno
de los de la pandilla que prefiero guardar en el anonimato para no
comprometer su actual papel de hombre serio y responsable. Sólo cuando
alguna vez bajábamos a las playas del Sur se nos ponían los ojos como
chiribitas viendo a las nórdicas en cueros, pero no es lo mismo el desnudo
playero que el insinuante de una revista o una película. Los desnudos de
playa se vuelven naturales y suelen perder el encanto de lo erótico, que
precisamente encuentra su morbo en el ocultamiento o en la insinuación.
La tele entonces era un páramo en blanco y negro que no
excitaba lo más mínimo, y como primera serie más o menos carnal recuerdo
Simplicisimus, o algo así, las orgías que sugerían en Yo Claudio, y sobre
todo Poldak, que para nosotros era la historia de un señor inglés que se
enrollaba con una cuñada que nos ponía a todos a cien. En esos años le
largaban dos rombos hasta a las azafatas del Un, dos, tres. Pero en medio
de esa represión siempre nos quedaba el cine. Tras la muerte de Franco
llegó el destape y las películas infumables llenas de tetas y de culos
bamboleantes que aún no comprendo cómo nos podían llegar a excitar. Bueno,
es lógico que en medio de tanta gazmoñería y tanta religión represiva
aquellos desnudos de entonces nos parecieran el no va más del erotismo.
Pero la cosa es que nunca nos dejaban pasar al cine a ver lo que nosotros
queríamos. Muchas veces nos teníamos que conformar sólo con las fotos en
cartón piedra que ponían encima de la taquilla tapando con puntos negros
los pezones, las areolas y los montes de Venus (me puedo imaginar al
susodicho o a la susodicha en ese ritual hilarante y cutre, con trozos de
papeles negros o pegatinas de quita y pon rebuscando entre las zonas
erógenas de las fotografías). Casi todas las películas estaban prohibidas
para menores de 14 años - aunque en esas últimas alguna vez hacían la
vista gorda- y las buenas, las únicas que nos interesaba ver, aparecían
con un cartelón de 18 años que nos dejaba sin posibilidad alguna de
entrada, o por lo menos de entrada con la papeleta sellada en la mano.
Alguna vez, aprovechando nuestra poca estatura, logramos colarnos entre la
gente, aunque lo más habitual es que lo hiciéramos en los descansos por
una puerta lateral que estaba donde los baños y que a veces entornaban no
sé si para darnos una oportunidad a todos los desesperados que andábamos
por los alrededores. Donde sí eran más permisivos era en el cine Guaires
de Gáldar. Allí recuerdo haber visto, en medio de cientos de menores,
películas cercanas al porno, o pornos sin medias tintas como una que se
titulaba Alicia en el país de las pornomaravillas que nos tuvo en manos de
Onán durante semanas. En Guía se la cogían con papel de fumar y eran más
papistas que el Papa para hacer la vista gorda. Sólo había una excepción:
las películas de karatecas asiáticos pegando leches y tortazos a todas
horas. En todas esas películas siempre aparecía una oriental desnuda o con
las tetas al aire. Nosotros íbamos sólo a eso, a ver los treinta segundos
de tetamen de las chinas. Se conoce que en ese caso, como en los
documentales de África que ya empezaban a poner alguna vez en la tele, no
había restricciones ni censuras. Y hablo de unos años en los que todavía
emitían el Nodo al principio de las películas. La verdad es que éramos
unos reprimidos de cuidado, aunque luego nos cogió de lleno el destape y
el despendole, y pasamos de la nada al todo en un abrir y cerrar de ojos.
Y ya comenté al principio que de eso no hace sino treinta años, apenas un
soplo de tiempo, un visto y no visto. Somos una generación marcada por
todos esos cambios radicales y tremendos a la que no le quedó más remedio
que aprender a separar por sí misma la libertad del libertinaje, o el
erotismo de la pornografía cutre con la que pretendían despertar nuestra
libido. Todavía olía a sotal y a naftalina en los cines. El mismo olor que
uno encontraba casi siempre en la calle.
Mayo de 2007.