Cuando era niño, muy niño, para llamar por teléfono
había que descolgar los aparatos de baquelita y pedirle a la telefonista
que te pusiera con el número con el que querías hablar. En Guía creo que
todos los números tenían tres cifras como máximo. Creo recordar que el de
mi casa era el 231 y el de la tienda de mi padre el 67. Resulta increíble
que esto fuera así cuando con apenas treinta años ya estábamos conectados
vía Internet con todo el mundo y cuando ahora nos acompaña el teléfono
móvil hasta por los riscales de Tejeda que cantara el paisano Néstor
Álamo. Hemos cambiado mucho en sólo treinta años. Es lo normal. Lo raro
sería que todo siguiera igual que antes. Cambiamos nosotros y cambian los
que van con nosotros. Todos nos vamos haciendo más viejos. De cualquier
forma sí es cierto que los cambios en estas tres últimas décadas han sido
más descomunales y exagerados que en otras épocas históricas, por lo menos
desde el punto tecnológico, aunque cuando yo nací el hombre ya había
pisado la luna. Y mucho tiempo antes había descubierto el fuego, y la
navegación de los mares, y por supuesto había aprendido a hacer el pan,
qué milagro el pan y todo lo que parece sencillo, y qué de azares hicieron
falta para que se concretara, igual que el vino o el aceite de oliva.
Vamos pasando por la vida y viviendo como podemos el planeta que nos va
correspondiendo.
Entonces, cuando yo era niño, también éramos un poco
brutos y estábamos algo asilvestrados, supongo que por la propia falta de
medios de comunicación y por los miedos, casi todos atávicos o promovidos
por aquella iglesia empeñada siempre en la culpa y el castigo, o por los
gobernantes facciosos y despóticos de la época. Recuerdo, por ejemplo, las
consecuencias que tuvo en nuestra infancia el secuestro, y en principio
también asesinato, de Eufemiano Fuentes. Ahí nació el mito del Rubio como
personaje que entró a formar parte de la leyenda urbana y rural de
Canarias. En todas partes veían al Rubio, se rastreaban fincas de
plataneras, buscaban en los bosques de la Cumbre, en las cuevas o en las
playas más lejanas e inaccesibles. Incluso hubo hasta un muerto en
Tenerife por culpa de una supuesta confusión y por el histerismo colectivo
que vivía la sociedad canaria.
A los niños nos metieron el miedo en el cuerpo con
Ángel Cabrera, el Rubio. Lo veíamos por todas partes. Decían que iba
disfrazado de mujer o que andaba escondiéndose por las fincas pertrechado
de pistolas y puñales. De alguna manera se había convertido en el forajido
de andar por casa que crecía cada día en las portadas de los periódicos y
en los comentarios que escuchábamos en las calles. En todas las sombras
inesperadas que nos aparecían por los campos después del atardecer estaba
el fugitivo de Arucas, y no digamos cuando nos metíamos en las plataneras
jugando a Policías y Ladrones. Recuerdo sobre todo el día en que fuimos
todos los niños detrás de una mujer vestida de negro, hermosa, muy en la
línea de las existencialistas parisinas que rodeaban a Sartre y a Simone
de Beavoir. Todos la perseguimos desde que la vimos aparecer por la plaza.
Fuimos tras ella gritando y escondiéndonos en las esquinas cuando la pobre
mujer recorría el pueblo a última hora de la tarde. Me imagino lo que
pensaría de todos aquellos salvajes que gritaban desde lejos que llevaba
peluca, o que era un hombre, o que estábamos seguro de que ella era el
Rubio. Vino hasta la policía municipal, y no recuerdo ahora qué agente fue
el que se acercó a identificarla en el callejón del cine, delante mismo de
un bar que entonces regentaba el padre de Manolín y Pepillo, dos de
nuestros amigos de la pandilla callejera de aquellos años. Durante años no
he hecho más que ponerme en el pellejo de aquella chica - que resultó ser
argentina-con pinta de intelectual, casi diría que sacada de una novela de
Cortázar, si no era la mismísima Maga de Rayuela en carne y hueso.
Nosotros seguimos la escena desde lejos. Yo debía de tener diez u once
años, no más, pero la cara de aquella mujer de rasgos equinos se me ha
quedado grabada para siempre en la memoria. Por mucho que después vi fotos
del Rubio, jamás pude dejar de identificar al personaje con un hombre
disfrazado de mujer morena que reía irónicamente cuando nosotros la
seguíamos en tropel por las calles de Guía. Yo creo que nos debimos juntar
en la persecución más de treinta chiquillos. El guardia decidió que no era
El Rubio y la mujer siguió su camino, pero nosotros no confiábamos mucho
en la eficacia de los municipales de nuestro pueblo: los veíamos poco
capacitados para resolver casos tan complicados como aquél, entre otras
cosas porque no se nos parecían a Kojak, a Colombo, a Baretta o a Los
Hombres de Harrelson. Tampoco tenían nada que ver con Los ángeles de
Charlie. A decir verdad uno hubiera dado entonces media vida por tener
cerca cualquiera de aquellas tres psicalípticas y bellas mujeres que
salían los sábados por la tarde en la televisión. Siempre mantuvimos que
el Rubio se había logrado zafar de la justicia por las negligencias y el
atraso de nuestros policías y de la Guardia Civil, que estaban a años luz
de los sofisticados medios de la policía estadounidense. Sólo había que
comparar el coche de Starsky & Hutch con el Seat 850 con el que la Policía
Local de Guía pretendía desarmar a los bandidos. En el fondo ya veíamos el
camino de la modernidad a la vuelta de la esquina, aunque todavía no
sabíamos lo que era el ADN ni habíamos visto CSI. Por eso me digo siempre
que ya está bien de mitificar tanto la infancia, que parece que nos
hubiésemos criado en los Campos Elíseos parisinos o en las calles de
Brooklyn. Teníamos muchas cosas buenas y otras no tan buenas, como
cualquier niño en cualquier parte del mundo. Es cierto que luego cada uno
de esos niños exagera y mitifica su paraíso de infancia, a lo mejor porque
es en esos años cuando único nos acercamos al paraíso de una forma
natural, sin tener que teorizar, añorar o pagar un precio demasiado alto
por querer tocar el cielo con las manos todo el rato. Incluso llamando a
la centralita telefónica teníamos la sensación de que los sueños podían
llegar a concretarse. Ahora llamamos y ya no hay una voz que medie entre
nosotros y nuestros deseos. Sólo escuchamos monótonos pitidos o
contestadores con voces cibernéticas y poco creíbles. Por eso los niños de
los últimos años ya no han imaginado más que asesinos virtuales a los que
les pegaban tres tiros en la cabeza en cualquiera de esos videjuegos
nipones que tanto les han terminado alejando de los mitos callejeros. Yo
creo que si nos diera por explicarles cómo era el proceso de las llamadas
telefónicas de entonces lo más probable es que nos encerraran sobre la
marcha en un frenopático. Y tampoco se te ocurra nombrarles a Gila, por si
acaso.
Diciembre de 2006.