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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

EL PAN COMO MILAGRO

Santiago Gil

El pan siempre tiene algo de milagro. Ya lo comían tus bisabuelos y también ellos se asombraban delante del horno viéndolo crecer y dorarse antes de partirlo y llevárselo a la boca. El pan no sólo es sabor, yo diría que es más olor que sabor, más visión que gusto, y por supuesto es recuerdo, mañanas de infancia untando mantequilla y remojando en el café con leche los trozos que tu madre iba cortando según salían de la talega. Nos encantaba ir a la panificadora (entonces no la llamábamos panadería). Estaba en la calle del Medio. Lo de menos era el recado que teníamos que hacer. Generalmente odiábamos tener que hacer de recaderos, todas aquellas idas y vueltas en busca de un paquete de fideos o de un kilo de papas que nos robaban minutos de juego y diversión. Lo del pan era diferente. Nos atraía el olor que aún hoy nos sigue llevando sobre la marcha a la infancia, y también todo aquel trajín de harina y levadura, de cajones de madera oliendo a pan caliente y de hombres sudorosos acercándose al calor del horno para sacar el pan recién horneado. No había cosa que nos gustara más que ayudar a hacer el pan dándole forma a una masa fría, sin ánima y escurridiza. Al rato la veíamos convertida en pan. Era un milagro, y casi nos daba pena comernos el milagro cuando llegábamos a casa. Recuerdo a Miguel, siempre presto a explicarnos los intríngulis de todo el proceso de fabricación, y al padre y la madre de Norberto y de Puri, compañeros de estudios en el colegio. También hacían, y por suerte siguen haciendo, unos dulces exquisitos, pero a nosotros lo que nos gustaba era el pan, el olor del pan que avanzaba por la calle y llegaba a San Roque y casi hasta La Plaza, el mismo olor que hoy me hace detenerme en cualquier calle del mundo y rememorar inmediatamente a los amigos y a los familiares que entonces formaban parte de nuestro pequeño paraíso cotidiano. Mis primos de Las Palmas se volvían locos con el pan de Guía, tanto con el de la calle del Medio como con el que fabricaba Nino en Becerril. Cada pan era diferente, con su sabor, su textura y su cuidado particular, pero ya digo que uno entonces se decantaba por el proceso de fabricación y por los olores. Entrar en la panificadora de la calle del Medio era como adentrarse en el mismo misterio atávico de nuestros antepasados. Se conservaba el decorado de las tahonas de principios de siglo, con el fulgor del horno irradiándolo todo y el calor quemando nuestras caras y tiznando las paredes. Los que crecimos asistiendo casi a diario al milagro del pan jamás nos lo podremos comer sin olvidar de donde viene y lo que representa. El pan es recuerdo, puntas crujientes que llevarnos a la boca, talega de tela que quemaba si la acercabas a la cara, todo un mundo de sensaciones que uno se niega a olvidar o a trivializar para poder seguir existiendo. Cierro los ojos y recuerdo el sabor y la textura de aquellos panes que nos encontraron cuando no levantábamos un par de palmos del suelo y nos dejaron un día a las puertas de la universidad. Nos alejamos del pan que nos pertenece como mismo dejamos las calles y las gentes que crecieron con nosotros, pero el pan sigue presente y sigue facilitándonos los viajes de vuelta según nos damos de bruces con su esencia eterna.. No entenderíamos nuestra existencia sin ese aroma misterioso que se va idealizando a medida que crecemos. Ahora que casi todo es asepsia y que ya no asistimos a la creación de los productos, uno se da cuenta de hasta qué punto fuimos afortunados en nuestra infancia guiense. La panificadora era como la fragua, como las hogueras de junio, un culto al fuego como redención y como alimento, el milagro de lo que arde y lejos de consumirse se renueva. No todo sucumbe en las llamas. La crudeza tampoco nos dice mucho si no se combina con el calor que hace crujir los recuerdos. El pan como metáfora, el pan como símbolo y como atavismo de otros tiempos más rudimentarios y cercanos. Milagrosamente sigue llegando cada mañana a casa. Ya no sabemos de dónde, ya no conocemos a las personas que le dan forma y lo hornean, pero sigue llegando, que es lo importante. El día que nos falte el pan nos faltará la vida. Sólo me basta llevarme las manos a la cara con la inocencia de entonces para recuperar el olor de aquellas cestas en las que caían los panes recién horneados. Cierras los ojos y en medio de ese cúmulo mágico de sensaciones también se te aparece el niño que corría como loco por las calles del pueblo con la talega llena de panes calientes. Corríamos sin saber que estábamos llevando con nosotros un milagro que ya rara vez nos hemos vuelto a encontrar con la intensidad de entonces.

Febrero de 2007.

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