Yo de niño volaba. Con los años he ido perdiendo las
alas, poco a poco, casi sin que me diera cuenta. Realmente no sé cuándo
dejé de volar. Ya algo mayor podía hacerlo de vez en cuando al lado de la
persona que me enseñó a creer que todo lo que uno imagina se puede llegar
a conseguir. Él fue fiel a los sueños hasta el último de sus días. Si
quería ser cura decía que era cura y no había nadie que le llevara la
contraria. Yo vi como cambiaba de oficio cada semana y a veces varias
veces al día. Lo mismo podía ser médico, futbolista, camarero, cantante de
folías, guardia urbano que hombre serio y circunspecto, casi
imperturbable. Yo de niño lo envidiaba porque no tenía que ir al colegio
ni a trabajar. Para él nunca existió la tortura de los domingos por la
tarde. Vivió por tanto una vida libre, defendiendo siempre su particular
anarquía y manteniendo una defensa a ultranza de la amistad y de la
lealtad hacia sus amigos y su amor platónico. Un buen día dijo que se
había enamorado y ya fue fiel para siempre a su amada aunque ésta
estuviera a muchos kilómetros de distancia. En eso, y en casi todo, era
muy Quijote.
Para un niño es un lujo poder jugar con alguien de
treinta y tantos años y hacerlo como lo haría con un compañero de
Primaria. Tomasín marcaba las pautas del juego y los sobrinos seguíamos a
rajatabla sus consignas. También nos convertía en camareros auxiliares,
futbolistas suplentes, o guardias urbanos vigilantes de sus surrealistas
pertenencias. Nos gustaba molestarle y hacerle rabiar, sobre todo
empujándole la puerta de la habitación en la que se encerraba durante
horas a trazar los planes de sus futuros sueños. Tenía Síndrome de Down.
No era como el resto de los mayores, nunca se hizo mayor. Encaneció, se
avejentó, pero nunca dejó de comportarse como un niño grande. Llegó un día
en que los mayores éramos nosotros. Cuando estabas un rato a su lado te
dabas cuenta de cómo te había cambiado la vida. Cada vez iba quedando
menos del niño soñador e imaginativo que fuimos, pero bastaba estar con
Tomás un par de horas para recuperar parte de las esencias perdidas. Él
seguía siendo el mismo, incluso se sentía más importante desde que le
levantaron un busto en la Plaza de San Roque. Antes ya se había sentido
como dios cuando su amigo Braulio le compuso esa canción que tan bien lo
describe. Era un tipo feliz, y de tonto, la verdad, no tenía un pelo. Como
te diera por burlarte de él lo más probable es que salieras trasquilado o
con un par insultos subidos de tono que generalmente daban en la diana de
los burleteros que querían hacerlo pasar por un caricato. Hoy me he
encontrado una foto de uno de mis cumpleaños. En ella Tomasín me está
enseñando a volar. A los pocos meses les juro que ya me soltaba y era
capaz de quedarme flotando en el aire de los juegos y las risas del que
posiblemente me estaba hablando en el momento en que Paco Rivero encendió
el flash. Yo jamás hubiera sido el mismo de no haberme criado tan cerca de
Tomasín. No hubiera desarrollado algunas de mis aficiones favoritas, sobre
todo la de creer que todo puede ser posible si uno se propone que lo sea.
Gracias a eso escribo y puedo hacer creíbles las historias. Él hacía lo
mismo cuando nos contaba trolas increíbles durante horas. Nos las creíamos
todas. El día que lo enterramos, hace ahora siete años, sabía que una
parte de mí se perdería para siempre. Posiblemente por eso desde entonces
es cuando más he escrito y más he leído. Me falta su bendita inocencia y
su capacidad para hacerme revivir al niño que se fue quedando cada vez más
lejos a medida que asumía responsabilidades y se comprometía con hipotecas
y otras zarandajas por el estilo de las que Tomasín jamás tuvo noticia.
Cuando perdí a mi hermana pequeña Tomás fue uno de los que más se preocupó
para que no cayera en una tristeza que inevitablemente siempre ha estado
aposentada por ahí adentro. Era de los pocos que no me decía que mi
hermana Mónica estaba en las estrellas o que era un ángel de los que
aparecían en los cuadros de los santos. Él hablaba de ella como si
estuviera viva, o como si nos la fuéramos a encontrar otra vez en
cualquier fiesta de cumpleaños. Gracias a eso siempre pude endulzar su
ausencia y evitar las negruras con que la iglesia y los más necrófilos
suelen vestir a la muerte. Me enseñó que a los muertos se les mantiene
vivos cuando los recordamos tal como eran, o cuando los escribimos o los
tenemos presentes con toda su felicidad y su ternura. Es lo que estoy
haciendo yo ahora cuando me he acordado de él, escribirle un rato sin
tener que contarle que el mundo sigue siendo el mismo lodazal del que
siempre supo mantenerse a salvo. Nació sabiendo volar.
5 de enero de 2007.
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