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Dedo de Dios

Santiago Gil

Uno se acostumbra a ir perdiendo seres queridos, a perder la fuerza de la juventud o a olvidar más de la cuenta. Digamos que son cosas que entran dentro de nuestra condición de perdedores y de mortales. Pero lo que nunca pensaba perder uno era el Dedo de Dios, o el Roque Partido, que es como lo llamaban en mi infancia los vecinos de Agaete. A mí me llamó uno de los de entonces el pasado lunes por la tarde: "Chago, qué tal, soy Alfredo Barroso, y te llamo porque aún no me creo lo que estoy viendo, se ha caído el Dedo de Dios". Lo primero que le dije es que se dejara de bromas, pero su voz denotaba que quedaba poco espacio para las alegrías en la comunicación. No me quedó más remedio que empezar a asumirlo, y a estas alturas no sé si seré capaz de asomarme de nuevo a la punta del muelle viejo. Son muchos años y muchos sueños los que uno compartió con el símbolo totémico del Puerto de Las Nieves. Solíamos refugiarnos en Guayedra o en una pequeña cala que estaba junto al Dedo de Dios casi todos los días del verano, y una y otra vez pasábamos junto a él con el respeto que impone siempre la belleza. Ahora no existe. Se queda en el recuerdo y en unas cuantas fotografías que ya estoy tardando en mandar a ampliar. Lo tuve en las paredes de mis habitaciones de Londres, Madrid o Dublín como única referencia de mi tierra. Me bastaba mirarlo para estar como en casa, y si la melancolía atacaba más de la cuenta el estado de ánimo no tenía más que cerrar los ojos y verme remando en barca junto a él para estar a salvo. Ni en Macondo ni en Comala se hubieran imaginado que Dios podía perder su dedo por culpa de una malhadada tormenta tropical. Pero en Agaete todo es posible, de ahí su encanto y su magia. Ahora nos toca llorar lo que perdimos, y recordarlo de vez en cuando para que no muera del todo. Y no sé a ustedes, pero a mí las noticias que me llegan del mundo me están dejando cada día más estupefacto.

Artículo publicado en La Provincia el 30 de noviembre de 2005

 

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