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martes, 07 de agosto de 2007
DE SUBJETIVIDADES

Relatos cortos (5)

Erasmo Quintana

Ernesto es lo que se dice un hombre de los tiempos que corren. Proveniente de familia acomodada, estudió en los mejores colegios y completó su formación haciendo estudios universitarios, siempre con notas de sobresaliente. Hombre metódico y disciplinado, no tuvo grandes problemas para alcanzar los objetivos que se había marcado. Hoy es un alto ejecutivo de una gran empresa multinacional, por lo que son frecuentes sus viajes entre continentes. Su aspecto es de lo más pulcro y elegante; viste ropa de marca y trajes a medida bien cortados. Cuida mucho de su aspecto: elige muy bien sus camisas y corbatas, con las que va siempre a la moda. A ello une un físico de gimnasio y es bien parecido. Gusta a todo el mundo porque es simpático, y a su natural facundia la acompaña con una excelente versatilidad, que es un gusto oirle hablar sobre cualquier tema que se tercie en su conversación con amigos o con los rigurosos contactos con personas que tienen que ver con su alta responsabilidad profesional. Ernesto es, pues, un triunfador: las mujeres se lo disputan y él, con afectada cortesía, procura quedar bien con todas, porque siempre hay un hueco en su apretada agenda para complacerlas.

Cada final de jornada busca el descanso obsesivamente en el apartamento de lujo que posee en una de las principales vías de la capital de la villa y corte. Suena el teléfono mientras sale de la ducha, esperando oir al otro lado una voz femenina que esperaba. Su sorpresa fue doble porque la voz no era la presentida y, además, de un hombre que conoció al instante.

-¡Hombre, no me digas que eres tú, Jacinto!
-Sí; me enteré que vas a estar aquí de negocios –le contesto- y no me lo pensé dos veces localizarte. Me agradaría que dispusieras un poco de tu agenda para recordar juntos nuestros buenos tiempos.                                         
                               
Ernesto es el amigo de pupitre y mi mejor confidente desde la época de los primeros estudios; fue mi cómplice y mentor; en aplicación y resultados siempre brilló más que yo en todas las disciplinas académicas. Ello, sin embargo, no impidió que entre ambos creciera una afectiva amistad y un rotundo y sincero aprecio. Acabados los estudios preuniversitarios, cada uno siguió distinto camino, pues yo, por imperativos familiares no hice el acceso a la Universidad, incorporándome al mundo laboral, sin grandes pretensiones, siendo el derrotero final en el que incardiné mi vida. Han pasado años desde entonces, y ambos con deseos de encontrarnos de nuevo y rememorar tiempos idos, felices y despreocupados. Nos citamos para el día siguiente en una terraza de moda, donde acude gente guapa y del mayor postín de la capital.

El primero en aparecer al lugar de la cita fui yo. Tomé asiento en la mesa más próxima, y con el ceremonial de rigor, parsimoniosamente encendí el primer cigarrillo mientras examinaba lo que acontecía a mi alrededor. Ví un grupo de gente que me pareció pija, no solo por su vestimenta, sino en los modales y teatralidad con la que se hablaban. Fijé mi atención especialmente en una joven que gesticula con ademanes estudiados, haciendo que sus compañeros de tertulia repararan en sus joyas –que debían ser costosísimas-, adornando su mano izquierda y un generoso pecho escotado, en el que  uno de ellos –el más salido de todos- tenía fijada la mirada libidinosa. Sus interlocutores no eran menos, y respondíanles con gestos igualmente teatralmente afectados y desproporcionados. Mientras, yo me impacientaba con la espera, y mi atención ahora se centra en la espesa polución de tanto automóvil que circula por la zona, cosa que me es ostensible al ser atravesada por los últimos rayos del sol de la tarde.

Oí mi nombre en una voz conocida, e inmediatamente me giré convencido de no estar equivocado. En efecto, era Ernesto; di un salto en mi asiento y me fundí en un cálido abrazo con el amigo, tanto tiempo ausente. Tras los primeros saludos de rigor, pedimos algo al camarero que servía en las mesas; pausadamente hablamos de lo divino y lo humano. Ernesto, con su proverbial facundia me contaba toda clase de peripecias que le llevaron al actual envidiable estatus que disfruta. Hablaba sin parar, y yo, todo oídos, sin darme cuenta, poco a poco me voy desconectando de lo que escuchaba; mi atención ya está en otra parte. Nada oigo, más bien reparo en cómo lo dice, en los gestos, en su más que impecable vestimenta; la forma de poner los labios y el arqueo de las cejas me empiezan a ser molestos. Las manos de Ernesto igualmente no paran de gesticular, cosa que me desagrada en extremo y me decía para mis adentros “a ver si las para ya de una vez, coño”. Noto que un rizo de su mediana y cuidada melena se le introduce en la comisura de su ojo derecho, provocando en mí un irrefrenable deseo de quitárselo, cosa que no hago. La voz de mi amigo me sonaba ya en los oídos como un profundo eco lejano, y siento un deseo infinito de que se calle, cesando su antipática letanía, y con ello, la ocasión de poder levantarme, desapareciendo de la escena.

No pienso más que en lo incómodo que me encuentro con el estirado ejecutivo. Me revuelvo nervioso en mi silla metálica, mirando de reojo mi reloj de pulsera; aumenta por momentos mi malestar comprobando que habían transcurrido más de tres horas sin yo casi poder articular palabra. Consumíamos –tampoco había reparado en ello- el quinto café con coñac y nata, y el cenicero, que había sido reemplazado varias veces, estaba atiborrado de colillas mal apagadas que se desparramaban por la mesa y por los suelos. Aquel personaje que tenía delante, otro tiempo tan simpático y grato para mí, ahora se me antojaba, sin ningún género de duda, antipático y lleno de defectos. A su lado me estaba sintiendo fatal; de él ahora me desagrada casi todo, por lo que, no aguantando más tan enojosa situación, y deseando aliviarme respirando hondo en mi soledad, bruscamente lo interrumpí de su larga perorata, espetándole: “Ernesto: adiós, hasta nunca”, y desaparecí de la escena como alma que lleva el diablo.

Doblando la esquina oí que Ernesto, no alcanzando a comprender tal vez mi gesto inesperado, junto a la sorpresa que llevó aparejada, para él, tan extraña conducta, oí que decía:

-“No he disfrutado la compañía de un amigo de toda mi vida, como esperaba; he estado todo este tiempo al lado de alguien que ha resultado ser un extraño, un completo desconocido para mí ”.


Erasmo Quintana Ruiz            agosto-2007




Modificado el ( mircoles, 31 de diciembre de 2008 )
 

ESPECIAL 1811-2011

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Por otro lado, de todas las epidemias que azotaron las islas Canarias en el siglo XIX, Guía sufrió especialmente ese mismo año una de las que causaron mayores estragos, la fiebre amarilla.

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O P I N I Ó N
Lo Canario y lo Kitsch

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