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miércoles, 11 de abril de 2007

Música de Papagüevos

Por Santiago Gil

Supongo que escribimos porque lo que encontramos en la calle no satisface nuestros deseos de vivir intensamente. Por eso a veces nos refugiamos en una habitación y empezamos a darle vueltas a nuestros recuerdos y a nuestra imaginación más o menos volandera..

De niño escribíamos a cada paso que íbamos dando por el mundo. Ahora también escribimos mientras caminamos, amamos, sufrimos o vemos caer el sol a última hora de la tarde. Pero no es lo mismo, siempre queda un regusto agridulce en todo lo que hacemos, una especie de racionalización que acaba matando la magia y el encanto de todos los momentos, incluso de los más sublimes. Y luego están los miedos y está la muerte. De niños, si nos acercábamos alguna vez a la muerte, era jugando; de mayores, en cambio, si la vemos cerca nos solemos quedar apesadumbrados, y cuando se nos va alguien próximo lo tomamos como un toque de atención, como un mensaje evidente de que esto va en serio, de que es verdad que dura tres días, y de que somos vulnerables y febles, esencialmente mortales, y por supuesto no más que unas consecuencias del azar y de los golpes de suerte. Cuando escribimos tratamos de ordenar un poco el mundo, y al mismo tiempo de exorcizar los miedos y esos descontroles que nos dejan a merced de cualquier contingencia, desde una maceta que cae justo sobre nuestra cabeza, a un coche sin frenos o a un virus que a lo mejor ya llevábamos dentro del cuerpo cuando nos veíamos como los reyes del mambo por haber conseguido cuatro o cinco logros más o menos llamativos. Cuando escribimos ponemos las cosas en su sitio, y cuando escribimos recordando nos damos cuenta de que lo único que realmente controlamos y podemos transformar es el pasado. Ahí sí somos los dioses y tenemos capacidad de quitar o poner lo que nos dé la gana para que nada enturbie nuestros recuerdos. Por eso en las memorias hay tanto de falsía y de encubrimiento, porque sentimos la necesidad de tirar casi siempre de lo bueno: sólo olvidando los desastres podemos seguir adelante. Los recuerdos siempre se inventan cuando se escriben, aun siendo verdaderos y presentándolos casi como un acta notarial. Cuando se llevan al papel pasan a ser literatura, y por tanto entran a formar parte de la ficción: todo lo que se lee se sueña. Incluso quien escribe de sí mismo sueña esa vida que reconstruye tirando de fogonazos. Y vale todo para rescribirnos, por ejemplo la camiseta Puma que atravesó conmigo casi toda la infancia. Era la misma camiseta que llevaban en los entrenamientos y en las fotos del As Color y del Don Balón muchos de nuestros ídolos futboleros, sobre todo Carlos Morete "el Puma", aquel delantero centro que arrancaba como un caballo desbocado cada vez que Brindisi le metía un balón en profundidad. Era como una ecuación perfecta: control y pase al hueco, y luego carrera y remate certero al fondo de las mallas. El Insular casi escuchaba el corazón de Morete a medida que corría en busca de la portería con el balón siempre en el lugar preciso para pegarle un chutazo imparable. La camiseta Puma que recuerdo, azul y blanca, me sirve por tanto para ir asociando ideas que de no haber sido por ella a lo mejor no habrían aparecido nunca o lo hubieran hecho de otra manera, acompañadas con otras vivencias y otros rostros. Con esa camiseta que no veo desde hace más de veinticinco años jugué partidos interminables en la cancha del instituto: de esa cancha los recuerdos se asocian al dolor de las caídas y a la constante búsqueda del balón: no nos gustaba jugar en ella porque el gol se convertía en una penitencia si no lo marcabas de tiro raso. Desde que pasaba la media altura se perdía la pelota detrás de unas redes que nunca estuvieran puestas en su sitio. En una portería el balón salía disparado hacia la cancha de baloncesto o directamente al barranco, y en la otra cada gol nos ponía el corazón en un puño si no alcanzábamos a ver sobre la marcha el balón entre la maleza, las tabaibas y las tuneras que había justo detrás de las dos filas de gradas. Claro que si los tiros salían desviados ya te podías ir despidiendo del balón de reglamento. Pero esa camiseta Puma de la que les vengo hablando también fue testigo de los partidos en la cancha del barranco, aquel espacio multiusos y vallado en donde dejamos escritas tantas tardes memorables los niños de mi generación. Allí también te podías romper la crisma con los desniveles, además de hacerte un lío con tantas rayas y tantas campos de juego marcados en el cemento. No nos importaba ese galimatías: teníamos el pueblo a tiro de piedra apenas levantábamos la cabeza y aquellas duchas de agua helada en las que nos metíamos desafiando al invierno para refrescarnos entre partido y partido. La cancha del colegio, en cambio, estando tan cerca y a lo mejor hasta mejor equipada, nunca tuvo el pedigrí de la del Hogar Rural, que era como entonces se conocía al actual Albergue, aunque la cancha actual no se parece en nada a la de entonces. También los balones salían fuera si desviabas un poco el tiro, pero solían quedarse a la vista o más o menos localizados. Esa camiseta, de la que no he vuelto a tener noticia, también estuvo conmigo en los primeros partidos de baloncesto, o en las competiciones de fútbol que improvisábamos en cualquier descampado colocando dos piedras a modo de portería. Uno luego se aleja de los escenarios de la infancia, y también de las ropas y los amigos con los que compartimos todas esas vivencias. Cierro lo ojos y soy capaz de rememorar cada par de playeras o de botas de fútbol de esa época, y hasta los goles logrados con cada una de ellas. Era nuestro equipaje cotidiano para acercarnos a los sueños y para imitar a nuestros grandes ídolos futboleros de la infancia. La camiseta Puma azul y blanca, que siempre me quedó grande - incluso cuando me fui haciendo mayor me seguía quedando grande- se empeñaba en cruzar conmigo cada día memorable de aquellos años: era la que sentía el latido de mi corazón, la que recogía mis primeros sudores y la que sufría los destrozos de alguna que otra pelea o de las jodidas trabazones de cuando nos metíamos en cañaverales o fincas prohibidas. También quedó empapada por la lluvia alguna tarde, o marcada con el barro del balón que golpeaba nuestro estómago o nuestro pecho dejándonos al borde de la asfixia. Lo que no hacíamos los niños de entonces era imitar a nuestros ídolos en el intercambio de camisetas. Yo por lo menos jamás hubiera permitido que mi camiseta Puma azul y blanca la llevara otro que no fuera yo. Luego, ya ven ustedes, pasan los años y no sabemos ni dónde la dejamos ni en qué momento empezamos a traicionarla. Supongo que sucede como con casi todos los pasos que vas dando en la vida: que las cosas suceden sin que nos demos cuenta, desaparecen por sí mismas, nos dejan o las dejamos, y vienen otras que las reemplazan para que siga el curso de la historia y de nuestra vida dentro de ella. Un pasar constante, que era lo que nos decía Heráclito de Éfeso en las primeras clases de filosofía, lo del agua y la imposibilidad de los dos baños en el mismo líquido elemento, aunque en este caso el recuerdo se lleva por delante todas las filosofías. No somos capaces de compartir lo que compartimos con nuestras prendas más queridas de entonces, pero al recordarlas les estamos dando vida, y de paso también nos revivimos a nosotros mismos cuando vestíamos aquellos equipajes de sueños que no nos quitábamos de encima ni cuando íbamos a dormir. La camiseta Puma ha aparecido rediviva después de muchos años. De no haber escrito estas líneas posiblemente hubiera quedado en el olvido para siempre; por eso la literatura es tan mágica, porque hace posible la resurrección y también los milagros. A estas horas no creo que haya otro niño corriendo por las canchas con ella, entre otras cosas porque acabó desteñida y ajada de tanto uso y tantas tardes de pequeñas glorias deportivas. Pero yo sí puedo volver a recuperarla con los brillos y los sudores de entonces: azul con rayas blancas en el cuello y en las mangas, casi siempre por fuera del pantalón, como los jugadores que más nos gustaban entonces. Si alguien la descubre por las calles de mi pueblo que sepa que soy yo el que va dentro de ella camino del barranco.
 
 
Marzo de 2007.






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Modificado el ( jueves, 12 de abril de 2007 )
 


EL CARRUSEL DE LOS LUNES
Por Santiago Gil

Cuando se escribe se quiere detener el tiempo. Pero por más comas que le pongamos al texto el tiempo ni se detiene ni deja de dibujar sus rastros en nosotros y en todas las cosas que nos rodean. Ya lo decía el poeta: nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Otra cosa son los fogonazos que nos permiten husmear las brasas casi apagadas de otros tiempos. 
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ESPECIAL 1811-2011

En 1811 regía el pueblo, en calidad de Alcalde Real, don José Almeida Domínguez, y destacaban como figuras preeminentes nacidas en Guía tres nombres propios que han pasado a la historia de Canarias: el escultor José Lujan Pérez, el canónigo y diputado Pedro José Gordillo, y el militar y poeta Rafael Bento y Travieso.

Por otro lado, de todas las epidemias que azotaron las islas Canarias en el siglo XIX, Guía sufrió especialmente ese mismo año una de las que causaron mayores estragos, la fiebre amarilla.

Y por si fuera poco, en pleno padecimiento de los efectos de la epidemia apareció una nueva plaga, la de langosta, que arrasó materialmente todo lo que estaba plantado y que hizo protagonizar a los vecinos de las medianías guienses aquella famosa promesa de que si les libraba el Cielo de la plaga, cada año sacarían a la Virgen de Guía en procesión. Cumplióse el ruego, llovió tanto en la comarca que las aguas acabaron con la cigarra y desde entonces en Guía se celebra cada septiembre la votiva y popular Fiesta de "Las Marías"

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V Ã D E O S - D E - 2 0 0 8
 
CRÓNICAS DEL AYER
A treinta años del fallecimiento de Mr. Leacock

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Cuando el empresario agrícola, David J. Leacock, popularmente conocido como Mr. Leacock, fallece el 22 de abril de 1980, hace ahora treinta años, desaparece una de las figuras más destacadas y emblemáticas de la historia de la comarca norte de Gran Canaria en el siglo XX.

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LA MUESTRA ESTARÃ ABIERTA HASTA OCTUBRE
Leacock, Harris y Douglas, memoria imborrable de la agricultura canaria

Amado Moreno

Con una singular y lograda exposición abierta anoche en la Casa de la Cultura, el ayuntamiento de Guía rinde justo homenaje estos días a tres destacad,os empresarios ingleses del pasado: David J. Leacock, Douglas Charles Fenoulhet y Anthony Harris. Avanzado el siglo XIX y después en el XX, los tres fueron decisivos en el impulso del cultivo y exportación de plátanos y tomates canarios.
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Centenario del Hospital de San Roque

Pedro González-Sosa
Cronista oficial

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