No era Macondo, pero teníamos una cancha de tenis en
medio de las plataneras y los riscos. Nadie nos enseñó nunca a jugar al
tenis. Aprendimos viendo en la tele a Ilie Nastasse y a Manuel Orantes, y
más adelante a McEnroe, a Borg o a Jimmy Connors. Nunca supimos quiénes
eran los dueños de la pista. Era de todos, y sólo bastaba con llegar a
Barranco Hondo y pedirle a Paquito la red y los tubos que la sustentaban
para sentirnos como en Roland Garros o en Wimblendon. Fueron muchos los
días de verano y los sábados que pasamos jugando al tenis en medio del
campo. También había una pequeña pared pintada de verde para el frontenis,
aunque para la práctica de este deporte nada se podía igualar a la pared
del campo de La Atalaya.
La cancha de Barranco Hondo estaba pintada de color
tierra, como queriendo imitar la pista central de París, y la verdad es
que uno jugaba allí sintiéndose un profesional. Imitábamos el revés a dos
manos de Connors, la agresividad de McEnroe y la seguridad en los golpes
del sueco Borg. No sé quién mandaría a construir la cancha ni tampoco si
en estos momentos sigue existiendo. Digamos que es uno de esos lugares que
uno prefiere dejar a salvo del regreso para no llevarse decepciones y no
descubrir que lo que nos parecía poco menos que un club de lujo no era más
que una bacheada cancha con desniveles, grietas y hierbajos que casi se
metían en la línea de fondo. En Guía también teníamos la cancha de tenis
del Instituto, con sus defectos de construcción y una superficie infame
que te provocaba heridas y raspaduras si tenías la mala suerte de dar un
mal paso, y durante un tiempo también tuvimos una pista que se improvisó
en donde estaba la cancha de futbito del colegio del barranco. En esa
pista del colegio, un sábado por la mañana, no se me ocurrió otra cosa que
interponerme entre la raqueta y la pelota de tenis que iba a golpear el
ahora destacado artista plástico Francis Naranjo. Me quedé con los labios
rotos y llenos de sangre, y todavía hoy Francis recuerda el impacto y el
mal rollo que le produjo ver mi boca manchada de rojo por culpa de aquel
malhadado raquetazo. Yo sólo recuerdo la sensación que se te queda en la
cara cuando te dan un golpe y notas que todo se vuelve sangre y moretón.
Digamos que de niños estábamos muy acostumbrados a esos accidentes
prácticamente diarios, lo mismo que a ver sangrar las rodillas sin que
nunca llegara a cicatrizar una herida antes de que se abriera la otra.
Pero de lo que estábamos hablando era de la cancha de
tenis de Barranco Hondo y de los muchos momentos memorables que vivimos
allí los amigos de los setenta y los ochenta. Sin que nadie nos enseñara
tengo que reconocer que jugábamos con mucha soltura, apurando los golpes a
las líneas de fondo y marcando perfectamente los movimientos de los
saques, tal como veíamos que hacían nuestros ídolos en la televisión.
Teníamos polos de tenis, pantalones cortos y tratábamos de estar a la
última en las raquetas. El problema de Barranco Hondo eran las pelotas. En
cualquier partido lo normal era que desaparecieran dos o tres pelotas y
que encontráramos otras tantas que habían perdido jugadores de otras
semanas o meses anteriores. Digamos que había como una democrática norma
no escrita por la que cada jugador contribuía dejando entre las tabaibas,
los veroles y las tuneras un par de pelotas de tenis más o menos
desgastadas para que los que vinieran luego pudieran seguir con el juego
sin mucha demora y sin estar buscando la bola de marras todo el día.
Al principio jugábamos cuando aún no se había abierto
la Variante de Silva, y por tanto llegar hasta la cancha tenía a veces más
riesgos que tirarte en parapente. Luego, una vez desviaron el tráfico por
la referida Variante, sólo te jugabas el pellejo hasta el Albercón de la
Virgen. De ahí en adelante podíamos ir incluso golpeando las pelotas de
tenis o haciendo el gamberro entre los árboles y el barranco. La verdad es
que ahora recuerdo el grupo de casas que estaban antes de llegar a la
cancha como si fuera una especie de pueblo del Caribe, con el agua por la
acequia, las macetas llenas de verdor y de flores y una cierta sensación
de lugar tropical incluso en los días de invierno en que aquello se volvía
poco menos que Siberia. Por eso nombraba Macondo al principio del relato,
porque en el entorno de la cancha, en el propio diseño de la misma y en el
paisaje que teníamos de fondo, siempre con el mar y los riscales
delimitando barrancos y precipicios, había algo esotérico y mágico, como
si no perteneciera a nuestro mundo.
Jugar al tenis nos hacía sentir un poco anglosajones y
nos alejaba de la casposa realidad que vivíamos a veces. Alguna vez me
contaron el origen de la cancha, y supongo que sería la historia de algún
terrateniente esnob o de influencia inglesa que quiso darse el capricho de
disponer de una cancha de tenis para uso personal y familiar. Me imagino
que en los años en que la cancha estuvo cuidada y pintada cada año no
podría entrar el populacho como luego entramos nosotros, cuando ya no
había puertas y las raíces empezaban a salir entre las mismísimas líneas
que delimitaban la cancha de juego. Prefiero que no me cuenten cómo la
diseñaron o quién fue el impulsor de la idea. Lo que me importa es que
estaba allí, pintada la superficie de color tierra como si fuera tierra
batida y perfectamente trazada debajo de un cielo limpio en el que no
paraba de escucharse el trino de los pájaros que elevaban el vuelo para no
verse sorprendidos por una bola desviada por algún patán con poca maña
para un deporte que nos hacía sentir importantes y cosmopolitas durante
unas horas. Ninguno de nosotros llegó a nada en el tenis, pero en Barranco
Hondo soñamos muchas veces que dejábamos a Borg plantado en la red, o que
McConroe rompía la raqueta a golpetazos ante la impotencia de nuestras
dejadas, nuestras voleas de drive o nuestros smashs demoledores. Podría
volver, pero no quiero. Igual ya no queda cancha o si queda estará oculta
entre la maleza. No es conveniente acercarse a los recuerdos o a los
sueños más de lo que nos acercaríamos a una hoguera. Es preferible que nos
llegue el calor, la imagen de entonces, y no que no nos abrasemos delante
de las evidencias. Incluso estando igual nunca sería la misma. Seguro que
quedan muchas de nuestras pelotas perdidas entre las tabaibas y las
tuneras. Lo mejor será que las encuentren otros y que esos otros sigan
perpetuando los sueños. Nosotros ya fuimos héroes en esa cancha. Lo saben
todas esas pelotas picoteadas por los lagartos y los mirlos que se ocultan
entre la maleza del Barranco Hondo.
Octubre de 2006.