Guía de Gran Canaria

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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

POLOS PROUSTIANOS

Santiago Gil

Si aquí tuviéramos inviernos plomizos de atardeceres a las cuatro de la tarde nos recordaríamos mojando la magdalena en el té caliente, pero nuestro recuerdo y nuestra literatura es más tropical y más fresca, casi hermanada con el Caribe y con esa América que tanto y tanto se nos parece.

Marcel Proust empezó a escribir En busca del tiempo perdido tras el fogonazo de una magdalena mojada en el té que removió todos los recuerdos de su infancia. Creo que nuestras magdalenas son los helados y los polos que nos llevan sobre la marcha hacia una infancia algo distinta a al del bueno de Marcel. Nuestro es azul, caluroso y estival, y en ese escenario la magia la ponía lo que refrescaba endulzándonos, lo que nuestros padres y abuelos siempre conocían como mantecados y aquellos polos de hielo que igual ahora no me atrevería a llevarme a la boca por cancerígenos, pero que entonces suponían una delicia difícilmente superable, una delicia sencilla y barata, como tienen que ser siempre las cosas buenas de la vida para no convertirse en materia de académicos, pedantes o bobomierdas con ganas de llamar la atención.

Estaban los helados que nos traía Felito desde Gáldar en una furgoneta celeste que aparcaba en el colegio a la hora del recreo, los mantecados que vendían para las fiestas en los puestos que ponían en los alrededores de la plaza y las primeras variedades de polos y cornetos que ofrecía Kalise, sobre todo con el mulato, que era la joya de la corona de entonces junto con el vasito y el referido corneto, aquel "Kalise pá los nervios" que repetían los vendedores ambulantes del Estadio Insular. Y luego, claro, estaban los polos de hielo, sobre todo los polos de hielo de Casa Quenque. Difícilmente podré olvidar el sabor del polo de fresa de Casa Quenque y la mancha arrebolada que nos dejaba en los labios y en la boca como prueba delatora de nuestra glotonería. Tampoco sería justo si no nombrara los polos de leche con sabor a vainilla o a coco, o el de chocolate, o aquella cosa extraña que pretendía suplantar la fórmula de la Coca Cola.

Yo era uno de los privilegiados que podía pasar a la trastienda a cogerlos directamente en un congelador de nevera como la que podía haber en cualquier casa. Estaban metidos en unos moldes de metal, diferenciados por los colores exagerados que representaban a cada uno de los sabores. Los de fresa no sabían a fresa, ni los de naranja a naranja, pero eran una delicia. Siempre quisimos imitarlos en casa con el Royal Crown o el Clipper pero nunca sabían igual. Por lo visto se hacían con unos botes que compraban en la farmacia. Recuerdo que estaban en la despensa, justo al lado de la nevera, con un formato de medicamento y un tapón como el que utilizaban para guardar las sustancias químicas en el laboratorio del colegio. La verdad es que acojona pensar en lo que se estaba metiendo uno en el cuerpo entonces, como mismo asustan los componentes de los que estarían hechos aquellos pintalabios casi nacarados o los mil polvos pica pica que formaban marejada a fuerte marejada en tu boca y tu laringe. Me imagino lo que podía ser el estómago con todas esas sustancias fermentando y danzando entre los intestinos y el hígado. De momento hemos sobrevivido, que es lo importante.

Lo que queda de todo eso son los sabores. Cerramos los ojos y somos capaces de rememorar el sabor de aquellos polos que creo que llegué a comprar a una peseta. Nos podemos descubrir llegando desesperados y sudorosos hasta el callejón del Molino para comprar un polo, y después otro polo, y a veces incluso otro más. Desde el barranco nos metíamos entre las fincas, atravesábamos estanques – creo recordar uno con una virgen muy llamativa en el centro o en uno de sus lados- y aparecíamos como exploradores subiendo un camino de piedras con olor a plataneras y animales que estaba justo en el límite del Callejón, donde ya sólo había un espacio de fincas antes de llegar al molino o de seguir camino a la Boticaria o a Hoya Pineda. Uno cuando se metía por esos riscos y esas fincas creía estar descubriendo el mundo, aunque luego siempre aparecía un perro mal encarado o un guardián con malas pulgas, o por lo menos con peores pulgas peores que las del propio perro, para enseñarnos desde muy niños lo que era la jodida propiedad privada y la posesión: de niño uno no concibe que todo lo que esté en el mundo no le pertenezca, por lo menos lo que está en la calle, al alcance de todos y para todos. De mayor no es que lo admitas, pero no te queda más remedio que dejarte convencer y cortar cada día más las alas libertarias.

Hoy se me ha ocurrido escribir estas líneas mientras me comía un polo más sofisticado e higiénico que aquellos de entonces. Llegó el sabor y con él el recuerdo. Ahora, la verdad, te sueles quedar casi siempre con la miel en los labios cuando vives. No se juntan tan a menudo la intensidad y la inocencia de aquellos años, ni aparece aquella libertad tan añorada que te hacía sentir dueño del mundo. Nos hemos vuelto más asépticos y temerosos, y los niños de ahora ya tienen en la etiqueta de los polos y los helados hasta el número de calorías y proteínas. Nosotros comíamos sueños y nos daba lo mismo si éstos engordaban o nos ensuciaban la barriga. Ahora aparecen convertidos en recuerdos. Saben a fresa.

Septiembre de 2006.

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