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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

LOS PRIMEROS PITILLOS

Fumar era una manera de sentirnos adultos. No entiendo esa relación medio freudiana que tenemos con los cigarrillos, pero sí es cierto que el primer día que sentimos el humo tibio y prohibido bajando por la laringe nos veíamos ya más hombres y más galletones. Todos recordamos el primer cigarro, no tanto por la tos y los amagos de asfixia, como por el sabor tan especial y distinto que cataban nuestras pupilas gustativas. No había habido nada parecido antes, y con los años sólo damos con un par de sensaciones que le igualan o le superan. Entre otras cosas porque fumar era también un acto de osadía y de rebeldía, una desobediencia que casi nos hermanaba con los gansters de las películas y sobre todo con esa imagen que inconscientemente todos veneramos de Humphrey Bogart, y sobre todo de Humpbrey Bogart en Casablanca con Ingrid Bergman dispuesta a dar la vida por él si hacía falta. Mi primer cigarro fue un Coronas. Tendría doce o trece años. Fumaríamos durante dos o tres semanas a la salida del colegio, aunque luego ya no volvería a fumar hasta los dieciocho. Con los años fui de los devotos a los rubios, mucho más cinéfilos y seductores que los negros, pero aun así no podía resistirme de vez en cuando a catar un Coronas que me llevara sobre la marcha a los días de aventuras y riesgos de la primera adolescencia. Entonces no había tanta aversión y tantos informes médicos denostando al tabaco. Casi todo el mundo fumaba en nuestro entorno, pero estaba claro que para los niños seguía siendo el gran tabú y uno de los vicios más proscritos. Por eso precisamente nos gustaba tanto. Nosotros ya no éramos de la generación que pasó del pantalón corto al pantalón largo. Ya nosotros vestíamos ambas prendas desde los cinco o los seis años, sobre todo con la llegada de los uniformes a los colegios y su equiparación tanto para los más pequeños como para los que estaban en los últimos cursos. El cigarro quizá era lo que marcaba ese cambio metafórico de pantalones. Nos agenciábamos Coronas porque eran los más baratos y los que teníamos más a mano. Se los quitaba uno de nuestros amigos a su padre, o bien iba directamente a casa de Paquito, en San Roque, y lo compraba como para su padre. Ya con el cigarro rubio tuvimos más problemas porque ninguno de nuestros padres tenía a Marlboro o a Winston como a uno de sus aliados. Finalmente sí dimos con uno de la pandilla que tenía una hermana que fumaba Camel. O bien le robaba los cigarros o iba a la tienda con un par de pesetas a comprar un par de pitillos sueltos para ella. Recuerdo la sensación placentera que tuvimos cuando pasamos del Coronas al Camel, con aquella suavidad del cigarro rubio, y su sabor más dulzón y acaramelado. Poco a poco se fueron sumando amigos a la fiesta, aunque siempre hubo algún chivato que en lugar de probarlo, o de callarse si no le apetecía, empezó a contarlo por el pueblo y hasta se lo confesó a Don Bruno en la iglesia. Recuerdo que el citado don Bruno, sin venir a cuento, me dijo un día que tuviera cuidado con los cigarros y con los otros vicios. Yo salté como un resorte y le dije que nunca había fumado, a lo que él respondió con uno de aquellos ataques de tos ostentosos y sonoros que hacían temblar hasta las columnas de la iglesia. Hubo un amigo que se tragó el humo y luego no pudo sacarlo de los pulmones. Hasta el día de hoy creo que ha estado sin sacar el dichoso humo para afuera, y encima era asmático y aprensivo. Por supuesto que nunca más volvió a fumar. Yo luego fumé mucho entre los dieciocho y los treinta años, y desde entonces logré dejarlo de lado. Posiblemente es uno de los logros de los que más orgulloso me siento, entre otras cosas porque uno fumaba buscando el sabor de aquellas primeras caladas, y necesitaba cincuenta o sesenta cigarrillos para al menos aproximarse en una calada a las sensaciones de entonces. No compensaba tanto humo, y mucho menos cuando notabas cómo te afectaba a tu salud y te hacía perder hasta el gusto y el olfato. Pero cuando fumábamos aquellos primeros cigarros no se hablaba de efectos secundarios, y si se hubiera hablado de ellos nos hubiera importado tres pitos.

Para fumar teníamos varios escondites desperdigados por todo el pueblo, aunque el más frecuentado era el que estaba donde luego se construyeron Las Malvinas, justo detrás de lo que había sido el terrero de luchas y la herrería de Juan del Toro con aquella fragua incandescente que tantos niños de entonces guardamos entre nuestros recuerdos casi míticos, o por lo menos de unos tiempos asaz alejados de éstos tan asépticos y tecnológicos. El lugar donde más nos gustaba ponernos estaba detrás de la casa abandonada en la que creo que tiempo atrás había estado el polvorín del regimiento militar que estuvo en Guía. Siempre nos contábamos leyendas de esa casa, que si estaba llena de dinamita, que si había fusiles en su interior, o bien nos decantábamos por pensar que había sido una cárcel o una estancia secreta en la que probaban el armamento. Lo más probable es que dentro no hubiera más que cuatro baldes oxidados y un buen ejército de ratones o cucarachas, pero es algo que nunca quisimos constatar. Y mejor la dejamos como la teníamos en nuestras cábalas infantiles, con aquella azotea que sí tomábamos al asalto para nuestros juegos y nuestras pequeñas gamberradas. Allí encendíamos los cigarros, después de muchos fósforos apagados por el viento, pendientes todo el rato de que no pasara nadie por el camino que conducía al barranco y a las canchas del instituto. Nuestras primeras caladas guardan la imagen de la ermita de San Juan, el muro lejano de la presa y todas aquellas fincas de frutales y plataneras que desafiaban la ley de la gravedad con bancales que hoy, si es que queda alguno, no son más que terrenos yermos o ya conquistados por la barbarie urbanística que amenaza con cerrarnos todos los horizontes.

Fumar, como decía, era parte del juego. Luego pasaba la moda y te dedicabas a otras cosas. Sí es verdad que algunos pasaron del cigarro al primer porro, y que de ahí hacia arriba se fueron perdiendo para siempre en cócteles cada vez más explosivos que en algunos casos les condujeron a la muerte o a la marginalidad. Tampoco hubo nadie que les avisara entonces del peligro que corrían, y por eso de alguna manera nosotros fuimos unos afortunados por no seguir esos caminos en muchos casos inevitables por las malas compañías o las dejaciones familiares. Yo me quedo con la épica casi anecdótica de los pitillos, aquellos Coronas que cada vez que huelo por la calle me recuerdan sobre la marcha el humo azul que salía de nuestra boca haciéndonos más hombres y más osados. Un humo cómplice, cálido y lejano que como el propio recuerdo se ha ido diluyendo poco a poco con el paso del tiempo.

Enero de 2007.

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