Los nispereros
Santiago Gil
Estos días de principios de diciembre andan los
nispereros de la isla vestidos con las flores que anticipan la llegada de
los nísperos. Los nispereros, como las higueras, son árboles que quizá por
muy vistos y por su capacidad de adaptación no nos llaman tanto la
atención como otros con nombres más rimbombantes o procedencias más
exóticas. Y no sé ustedes, pero yo no entendería mi infancia sin el sabor
de los nísperos y de los higos que encontraba en cualquier camino o en
mitad de un huerto medio abandonado. Cada cual tiene un árbol, una montaña
o una orilla de mar que le ha marcado especialmente. En mi caso reconozco
que el nisperero es sin duda el árbol con el que identifico mi infancia, y
en concreto el que estaba en el huerto que tenía mi abuela Bárbara en Las
Barreras. Desde estos primeros días de diciembre estaba tan ansioso por la
llegada de los Reyes Magos como por la pronta aparición de los nísperos
que ya estaban avisando en la nívea y bendita floración que aparecía en
todos los nispereros del pueblo. Era el primero que se ofrecía para regar
con la manguera el huerto y a estar pendiente de los cuidados de los
geranios, los rosales, el limonero y por supuesto del ya referido
nisperero. La llegada del fruto era casi más milagrosa que la aparición de
los regalos la mañana del 6 de enero. Íbamos siguiendo atentos el proceso
de cambio que convertía la flor en un níspero casi inapreciable y
posteriormente en un fruto luminoso, anaranjado y sabroso. Hace tiempo que
no compro nísperos. No me saben a nada si no me los como directamente del
árbol, a ser posible encaramado en la rama más alta, y seleccionando muy
bien aquellos que ya estén en su punto de maduración. Los otros, los que
alguna vez he comprado en el mercado, siempre me han parecido apócrifos y
sin sabor, o por lo menos sin el sabor que uno recuerda de entonces. Podía
estar mañanas enteras trepando entre las ramas del enorme nisperero que
estaba en la trasera de la casa de mi abuela. Tenía controlado hasta el
níspero más inaccesible, y eran precisamente ésos, los que quedaban más
altos y costaba más cogerlos, los que sabían mejor. A veces no
aguardábamos lo suficiente y nos los comíamos medio verdosos, con aquel
sabor agrio que tanto nos gustaba y que tantas veces nos dejó la tripa
hecha añicos. Supongo que uno con los años se va aferrando a los olores y
a los sabores para no perderse del todo en la vorágine del tiempo. Casi
nunca miramos atrás. Es el propio tiempo el que suele mirar para nosotros
cuando nos pone delante referencias, canciones, olores o sabores que para
nosotros quedaron grabados en días inolvidables. Eso es lo que me ocurre a
mí con los nispereros que estos días me encuentro blanqueando Sataute o
las Medianías guienses. Y luego estaba la ruta que uno tenía marcada, la
de aquellos nispereros que crecían casi sin cuidado en huertas dejadas de
la mano de dios, o la de los jardines de algunas casas cuyos dueños no se
preocupaban en recoger los frutos. Saqueábamos todos los nispereros del
pueblo, aunque siempre nos quedaba el nuestro bien protegido con el celo
avaricioso de quien intenta vencer las leyes del tiempo perpetuando los
frutos. Intentábamos que aguantara con nísperos casi hasta el imposible,
aunque los pájaros, que eran los que compartían con nosotros ese milagro
del sabor furtivo y sin asepsias, se encargaban de comer poco a poco los
que maduraban más de la cuenta. De cualquier manera había una conciencia
clara de que todo aquello también les pertenecía a los pájaros. Supongo
que nuestras abuelas nos enseñaron a convivir de esa forma tan ejemplar
con los otros animales que había por el campo. Me recuerdo encaramado al
nisperero comiendo nísperos mientras un grupo de pájaros palmeros podía
estar a mi lado picoteando tranquilamente parte de aquel manjar a veces
agrio y a veces almibarado y dulzón. Lo pelábamos directamente con las
manos, aunque la impaciencia nos llevaba en ocasiones a comerlo con la
cáscara y el polvillo que lo volvía un poco áspero. No sé que pasaría por
mi cabeza durante las muchas horas que permanecí en lo alto de aquel
enorme nisperero de Las Barreras que como muchas de las referencias de mi
infancia quedaron sepultadas bajo el cemento y el hormigón que tanto mal
ha hecho y sigue haciendo en nuestra isla. A lo mejor, quién sabe, estaba
pergeñando estas notas que ahora, treinta años después, escribo la mañana
de un domingo ventoso en la pantalla de un ordenador. No tiene nada que
ver esta tecnología y este juego de palabras que pretende acercar las
emociones de entonces con la intensidad y la viveza de aquellos días de
aventuras y cercanías a la naturaleza. Ahora los nispereros nos quedan más
cerca, ya no nos parecen tan grandes, y en la mayoría de ellos alcanzamos
los frutos directamente con la mano o acercándonos las ramas más altas.
Pero tampoco estos nísperos de ahora saben igual. No digo que su sabor sea
tan insípido como el que uno encuentra en los que venden perfectamente
envasados en los supermercados, pero sí es verdad que quedan a años luz
del que tenía entonces. Tal vez sean nuestras propias papilas gustativas
las que no perciben con la misma intensidad, o igual el sol que le llega
al fruto ya no tiene la misma tibieza de hace unas décadas. O es parte de
la lógica de los propios años: ganamos en unas cosas y perdemos en otras,
y al final todo queda más o menos compensado. Sin embargo, aun admitiendo
ese juego de paridades y compensaciones, sí es cierto que uno entregaría
unos cuantos días laborables y televisivos de ahora por volver a saber en
qué ramas hay que poner los pies y las manos para trepar poco a poco en
busca del fruto más inaccesible, aquél que guardó para siempre el sabor
único, inolvidable y por supuesto indescriptible de una buena parte de
nuestra infancia.
Diciembre de 2006.
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