No creo que haya alegrías
comparables a las que teníamos de niños cuando encontrábamos el escaparate
de la tienda de Pepito el de Maestro Blas atiborrado de juguetes. Yo de
niño le llamaba Pepito Mastroblás y lo recuerdo como un hombre
enjuto y atildado, elegante y con un cierto aire intelectual. Su tienda
era el paraíso, sobre todo cuando cualquier mañana de diciembre camino del
colegio o de misa nos la encontrábamos con los regalos de siempre –antes
del marketing y el merchaindaising los regalos de Reyes duraban decenios-
y con las novedades jugueteras de cada año. Era el anticipo de los Reyes
Magos. A mí lo de la Navidad siempre me parecerá una cosa empalagosa que
no recuerdo que se viviera en casi ninguna casa del pueblo, y que lo que
tenía de especial era la cena, los turrones y el aguantar despiertos hasta
las doce de la noche para ir a la Misa del Gallo. Nosotros éramos de Reyes
Magos, y aun hoy no puedo nombrar a los tres Magos de Oriente sin sentir
un cierto escalofrío. Fueron muchos años teniéndolos como lo más de lo más
de la existencia, y por mucho que los típicos enterados de la caja del
agua se empeñaran en desmontarnos la magia nosotros nos seguíamos
desvelando cada 5 de enero, y siempre jurábamos haberlos visto mientras
nos colocaban la bicicleta Orbea de color rojo, el scalextrix o el
paquetón de los Juegos Reunidos. Pero todo eso que deseábamos lo habías
elegido previamente en el escaparate de Pepito Mastroblás. Nos
tirábamos horas delante de su tienda y él siempre nos terminaba por dejar
pasar a condición de que no manoseáramos los juguetes o le hiciéramos un
estropicio, pero a ver quién era el guapo que se resistía a apretar el
botón del robot o a no dejar de poner en marcha el último modelo de coche
de Rico.
Uno pasaba delante de aquel
escaparate y la Navidad se activaba sobre la marcha, mucho antes de que
llegaran los anuncios de la tele, que en aquellos años no eran como ahora.
Entonces sólo se emitían los días previos, con aquel coñazo cursi de las
muñecas de Famosa que se dirigían al portal y el lacrimoso regreso del
eterno estudiante del Almendro. Los anuncios de nuestra Navidad, o por lo
menos de mi Navidad, eran los escaparates de Pepito en la calle del Agua.
Los domingos, cuando estaba cerrado, recuerdo estar con veinte o treinta
chiquillos delante de la cristalera debatiendo la calidad de cada uno de
los objetos y tratando de decidir cuál de todos ellos iba a ser finalmente
el elegido. No sé si luego mis padres se lo comprarían a Pepito, o si lo
harían en otra tienda de Guía, de Gáldar o de Las Palmas, pero yo en mis
cartas recuerdo especificar no sólo los modelos que deseaba sino hasta
dónde estaban situados en el escaparate. Según Pepito nunca se acababan y
siempre había para todos. Lástima que luego no encontrara explicación
cuando algún amigo con pocos recursos se veía casi sin Reyes o con unos
remiendos que no tenían nada que ver con lo que había pedido mirando el
escaparate de marras. Sí recuerdo, en cambio, la solidaridad juguetera del
6 de enero por la mañana. Nos veíamos en la Plaza Grande y compartíamos
todas las bicicletas, los madelman y los balones, que en eso sí he
reconocer que éramos una piña los amigos de entonces.
Lo lamentable era que casi siempre
llovía el 6 de enero, y por tanto se nos acababa mojando la bicicleta o el
balón dejaba de ser una presencia luminosa y blanquinegra en la que
depositábamos tantos sueños y terminaba manchado de barro, o, lo que era
todavía peor, comenzaba a despintarse y a perder parte del cuero, aunque
los balones que nos gustaban eran precisamente los despintados y un poco
más blandos por el uso y el abuso del balompié por las calles, las plazas
y las canchas del pueblo. Parece mentira, y no soy ningún viejo, pero
recuerdo jugar partidos interminables al fútbol en la calle Real, en la de
la Carrera o en la del Medio, o unos partidos espectaculares que se
montaban entre el cementerio viejo que estaba en San Roque y el taller de
Lalo. Estos encuentros se celebraban sobre la una de la tarde y en los
mismos destacaban los dos hijos del emblemático mecánico, tanto Manolín
como Carmelo, que murió poco después mientras cumplía el Servicio Militar-
unos años más tarde también moriría en la malhadada mili uno de mis
grandes amigos de la infancia guiense, José Antonio Morera, y por eso tuve
siempre claro que jamás iría al Cuartel, y de no haber cogido por los
pelos la recién aprobada Ley de Objeción de Conciencia no creo que hubiera
dudado a la hora de haberme hecho insumiso o de haberme fugado del país-.
Pero estábamos hablando de los juguetes y de los Reyes Magos, aunque se me
ha puesto un nudo en la garganta recordando que José Antonio, Tanito
Mateos y yo éramos los primeros que compartíamos la alegría de aquel día
en el zaguán de nuestras casas o dando tumbos por los alrededores de la
Plaza de San Roque. En fin, supongo que hay que decir que es ley de vida o
alguna de esas frases eufemísticas con las que solemos esconder la
impotencia ante la derrota y las pérdidas de los seres queridos. Sigamos
adelante.
En Casa de Pepito Mastroblás
también se frustró mi vocación de cantante. Yo, como muchos otros guienses
de mi generación, quería ser como Braulio. Bueno, primero quería ser medio
rockero, influido por la imagen de los bajos y las guitarras eléctricas
que estaban en la pared de la habitación de mi primo Carlos Larrodé –
alguien a quien también se llevó malévolamente la parca-. También tuvieron
mucho que ver los ensayos del grupo Los Rayos en un local de la casa de
Antonio Aguiar que daba para la calle Real. Yo, con cuatro o cinco años, y
apelando a la presencia de mi primo Carlos, me colaba casi a diario en los
ensayos y me quedaba abobado escuchando la batería. No recuerdo haber
deseado otra cosa en el mundo con la fuerza con la que deseaba aquella
batería, o cualquier batería que supliera los calderos que le quitaba a mi
madre, y tanto insistí que para Reyes me dejaron una al lado de los
zapatos con todo el esplendor de los tambores, los platillos y las
baquetas. No era la que yo quería. Yo había pedido la que tenían los de la
orquesta, y me costó mucho aceptar aquella imitación preparada para que
los niños dieran sus primeros golpes. No me duró un asalto, y en cuatro
días me cargué el bombo y los tambores. Ahí se quedó por tanto mi vocación
de rockero o de émulo de Ringo Starr. Pero eso no hizo que desistiera en
mis sueños musicales. No sé si sería al año siguiente o un par de Reyes
más adelante cuando pedí a los Magos de Oriente una guitarra para hacerme
cantante como Braulio. Ya en el colegio me había llevado un concurso que
hicieron en mi clase cantando con siete u ocho años el Decir Adiós de mi
paisano. Todavía recuerdo la cara de asombro de un profesor que se llamaba
José Ángel que por esos días sustituía a don Nicolás. Con esos profesores
notábamos que algo estaba empezando a cambiar en el país: se presentaban
con grandes barbas, no nos amenazaban con penas o reglazos y se dirigían a
nosotros como colegas. Claro que eso tenía como consecuencia que no les
hiciéramos ningún caso y que nos volveríamos unos rebeldes de cuidado.
Supongo que con los años se fue acentuando ese colegueo y que poco a poco
los alumnos se han ido haciendo con los profesores. Y no es que defienda
la violencia o las amenazas, que antes me quedo con la anarquía actual,
pero sin el respeto al profesor no hay nada que hacer y todo está
condenado al fracaso. Con don José Ángel – él nos decía que le llamáramos
José Ángel, sin el don, pero ya ven- nos pasábamos tres pueblos, y el buen
hombre no tenía más remedio que llevarnos a su terreno improvisando
partidos de fútbol en el patio o montando concursos como ése de canciones
que les estaba contando. Su cara era un poema cuando escuchaba cómo aquel
chiquilicuatro se ponía serio y decía de carrerilla lo de "regresas hoy a
tu país y abatido pensé: ya no podré saciarme en ti tan lejos de mi ser…"
Yo no sabía qué diablos estaba diciendo, pero el tal José Ángel les
aseguro que estaba totalmente anonadado con mi prematura nostalgia de
cuerpos desnudos y noches de blanco satén.
No fui cantante, como tampoco
logré ser futbolista, que a lo mejor por eso mismo he terminado siendo
escritor, para llorar por las metas no alcanzadas. Lo de cantante me lo
quise tomar más en serio. Mi abuelo paterno era un virtuoso del timple –
en realidad era un virtuoso de muchas cosas, como mi otro abuelo, Zenobito
García, y de los dos me gustaría escribir algo próximamente, aunque a
quien traté y conocí fue a mi abuelo Santiago, o Santiaguito el Bodeguero,
que es como se le conocía por disponer su negocio de un maravilloso mundo
interior compuesto por grandes barriles de vino-, y por tanto se suponía
que yo me tendría que manejar de maravilla entre las cuerdas. Nanay de la
China. Realmente lo que no superé fue el solfeo. Pepito me puso a solfear
desde el primer día, y reconozco que no recuerdo nada tan aburrido ni tan
incomprensible como aquéllo, ni siquiera las matemáticas, y ya es decir.
El bueno de Pepito se esforzaba y yo también, y hasta me aprendía las
lecciones y todo lo que me mandaba, pero los malandrines de mi pandilla se
ponían delante del escaparate exhibiendo los balones, los carros de
cojinetes, las cometas, los boliches o las bicicletas, y después de
haberme invitado a viva voz se iban en busca de aventuras. Yo me quedaba
aliquebrado y con la moral por los suelos. Pepito me decía que tenía que
ser disciplinado si quería ser músico, y yo le respondía que yo no quería
ser músico sino cantante como Braulio o como Nino Bravo. Él insistía en
que para ser un buen cantante había que aprender antes solfeo. Era un
purista y además tenía razón, pero para mí era un suplicio aquel
peregrinaje constante de amigos que se movían entre San Roque y La Plaza
dándome de merecer y mirándome como a un bicho raro cuando me veían
recitar el Do Re Mi de las narices. Lo dejé. Si a lo mejor las clases
hubieran coincidido con la época en que Pepito tenía la tienda llena de
juguetes igual hubiera aguantado, pero los juguetes desaparecían del
escaparate justo al día siguiente de Reyes y no volvían a aparecer hasta
el mes de diciembre. En aquellos años, por supuesto, no estaba en Gran
Canaria El Corte Inglés ni había ningún hipermercado de juguetes: todo
tenía su ciclo, y de alguna forma se imitaban los ciclos de la propia
naturaleza heredados durante siglos a través de ancestrales tradiciones.
No creo que deba aclarar que empecé a faltar a las clases de Pepito y por
ello a variar la ruta cuando bajaba o subía a la Plaza o al Colegio,
evitando cuidadosamente la calle del Agua durante varios meses. Luego
llegaron otra vez los Reyes y ya pudo más el tirón de la ilusión que las
vergüenzas por las deserciones musicales. Pepito, que era todo un
caballero, nunca me echó nada en cara. Supongo que él vería sobre la
marcha mi poco futuro en el mundo de la musa Euterpe y los acordes.
En una tele en color de exhibición
que estaba en su escaparate también vimos en esa época toda la
parafernalia fascistoide de la muerte de Franco, la coronación de Juan
Carlos de Borbón o el mismísimo intento de golpe de Estado de aquel
guardia civil chusquero y ultramontano que se llamaba Tejero. Toda la vida
pasó por el escaparate de Pepito el de Mastroblás y seguro que si
hablo con cualquiera de los entonces me refieren similares momentos
mágicos y maravillosos vividos en aquel paraíso de ilusiones cada vez que
llegaba diciembre. El tiempo, cuando se recuerda desde la vorágine de
estos alocados días, parecía como si fuera mucho más despacio. Y no creo
que sea sólo por el propio concepto temporal que uno tiene en la infancia.
La ciudad era mucho más recoleta y paradójicamente más bullanguera y
divertida. A veces te preguntan que por qué en Guía sale tanta gente
valiosa en sus respectivas dedicaciones, y que por qué se ha dado tanto y
tan bien el cultivo del arte y de la belleza. Mi respuesta es siempre la
misma: porque todos ellos tuvieron una infancia maravillosa, imaginativa y
llena de aventuras. Y sé que no todo el monte es orégano y que siempre
resulta peligroso y pueril generalizar, pero en este caso sé lo que me
digo. Incluso a los indeseables se les veía venir desde que éramos niños.