Podríamos dejar de escribir para siempre. Dicen los
apocalípticos que la escritura y la era Gutemberg está tocando a su fin,
que no hay futuro, y que quien se empeñe en seguir emborronando hojas está
condenado al olvido, al fracaso, e incluso a la locura. No escribir es no
recordar, morir antes de tiempo, perder el norte, no saber de qué va el
juego, y por supuesto dejarnos llevar por las inercias de la mediocridad,
la monotonía y la estulticia. Por eso me imagino que seguimos escribiendo,
y da lo mismo que recordemos o no, o que hagamos literatura del recuerdo
confundiendo datos, omitiendo o inventando.
Y cuando digo escribir digo leer, otro ejercicio mental
venido a menos y con escaso reconocimiento social en la infantiloide
escala de valores que quieren imponernos últimamente. Llega un momento en
que sólo nos queda la palabra. No lo digo yo, lo han dicho siempre los
poetas. Piensen por un momento en la cantidad de milagros que han tenido
que producirse para que llegáramos a inventar un idioma y unas palabras
con las que comunicarnos. Ahora imaginen que no quedan palabras, que todo
es mímica y silencio, amnesia, incapacidad de identificar objetos con
palabras, de nombrar pueblos y barrancos, de mantener vivos los sucesos
del ayer y de hacer llegar al futuro los que estamos viviendo ahora mismo.
La mente del ser humano se está acomodando
peligrosamente a la pasividad de la imagen, por eso somos cada vez más
manipulables y más olvidadizos. Creo que los que nos hemos criado en la
cultura de la palabra, la oral y la escrita, tenemos el deber de
transmitir su capacidad de milagro para cambiar el mundo y por ende para
cambiar nuestro mundo, ese entorno cercano al que no debemos quitarle el
ojo de encima en ningún momento para que no se nos escore hacia ningún
ismo peligroso y para que no lo manipulen de la forma que hoy tratan de
manipularlo algunos. Se lo debemos a nuestros antepasados y a tantos y
tantos que soñaron un futuro con cultura e igualdades para todos. No
debemos permitir que se camine para atrás o que se siga adelante sin que
haya buenos sueños que marquen el rumbo. Por eso es tan importante
recordar y no dejar que nos entierren el pasado. Los ecos de las músicas
de papagüevos que de vez en cuando me ponen delante del ordenador son un
buen motivo para refrescar tantas memorias y tantos acontecimientos
olvidados.
Todo lo que se vive de niño es un acontecimiento porque
es novedoso y sorprendente. Llevado al argot periodístico todo lo que
acontece en la infancia es noticia, y generalmente noticia de primera
página. Nuestro mundo se va haciendo con todos esos sucesos
consuetudinarios que, como decía Antonio Machado, acontecen en la rúa.
Nuestra rúa, nuestra calle, fue Guía, y por eso volvemos a ella cada vez
que necesitamos coger resuello o asentar algunos valores fundamentales
para no extraviarnos en este mundo de locos que habitamos. La vida era
otra cosa más sencilla y más simple que la estamos viviendo ahora mismo.
No debemos olvidarlo nunca. Cuando murió en Colliure, recién exiliado tras
el triunfo de los facciosos, en la chaqueta de Antonio Machado aparecieron
unas palabras muy sencillas, como esa vida que les vengo diciendo que no
debemos perder. No hablaba de metafísicas ni era un verso prolijo o
enrevesado. Sólo decía esto: "Estos días azules y este sol de mi
infancia". Machado también se crió en el Sur, en Sevilla, y al igual que
nosotros su descubrimiento de la vida fue azul y luminoso. No perdamos
nunca esos colores del ayer. Recuerda siempre que también será el
argumento de lo que escribamos nosotros en el último momento.