También guardamos recuerdos humedecidos por la lluvia,
olores de tierra mojada y sensaciones cercanas que nos devuelven siempre a
la infancia desde que caen tres gotas o el frío aparece de repente
anunciando la llegada del otoño. He visto llover en muchas ciudades del
mundo, y sería capaz de reconocer los olores de la lluvia en cada una de
ellas, pero ningún olor a tierra o hierba mojada tendrá nunca la
complicidad y la cercanía que tenían los días de lluvia en mi infancia
guiense. Nuestra lluvia llevaba aguas del Atlántico y cuando descargaba se
asemejaba al olor de las rocas en la bajamar, pero también se mezclaba con
hierbas aromáticas y con plataneras, con el olor de los potajes que salía
de las casas, con el incienso de la iglesia o con el cuero gastado de los
balones embarrados y húmedos que tanto dolían cuando rebotaban violentos
en nuestra cara o nuestros muslos ateridos de fríos. Hay una parte de
todos nosotros que sólo reaparece en los días de lluvia, sensaciones y
olores que de repente nos sorprenden en cualquier parte apenas notamos la
humedad de las primeras gotas de lluvia. Por eso octubre, noviembre y
diciembre son meses tan dados a la melancolía. Estaba el frío de cuando
metíamos los pies accidentalmente en un charco que nos helaba los dedos,
la caída de la bicicleta en el asfalto o en los adoquines mojados o el
referido balonazo en la cara con el balón empapado y dispuesto a dejarnos
una marca encarnada y dolorosa durante varias horas; pero la lluvia
también nos trae el sonido de los barrancos corriendo, o de los
innumerables torrentes que se formaban entre los riscales de las montañas,
y el agua que bajaba rauda y sonora por todas las calles del pueblo, aquel
sonido de invierno y tardes enteras esperando a que escampara para poder
salir al paraíso de la calle. Y estaban los chuchangos que aparecían como
por ensalmo cuando cesaba el aguacero, y las jodidas gotas traicioneras
que asaeteaban la espalda cuando caían desde cualquier balcón o azotea, y
el barro que se pegaba en los zapatos hasta casi impedir que siguieras
caminando. Y también el canto de los pájaros, la salida de la gente a la
calle, la vuelta al ajetreo y a los sonidos cotidianos desde que la lluvia
cesaba y todos actuaban como si hubieran sobrevivido al gran diluvio, y
por supuesto no podía faltar el arcoiris esplendoroso que de vez en cuando
nos sorprendía en medio de la batalla de claroscuros que se traían entre
manos el sol y las nubes negras que recogían el agua del océano. Tenemos
una parte de nuestra historia escrita en ese color cercano al sepia de los
otoños y los inviernos que venían cargados de agua. No todo era azul y
luminoso. Nos damos cuenta ahora que volvemos a quedarnos en casa mirando
cómo cae el agua al otro lado de la ventana. Otra vez nos entretenemos
dibujando siluetas en el vaho de los cristales o mirando arrobados cómo
cae la lluvia sobre los tejados y los adoquines. Y luego está el sonido
hipnótico y cercano que nos devuelve a aquellas mañanas interminables en
el colegio, con el guineo de la tabla de multiplicar confundiéndose con
las cascadas de agua que caían desde las planchas de uralita. Y los
partidos de fútbol o baloncesto de la hora de Educación Física que se
suspendían para meternos en el malhadado gimnasio a colgarnos de las
espalderas o a hacer el mono trepando sogas o palos de madera desde los
que no nos rompimos la crisma de puro milagro. Fuera del colegio, en
cambio, pocas veces suspendimos un partido por culpa de la lluvia. Nos
gustaba aquella sensación de sentirnos casi profesionales en los partidos
improvisados en barrizales o campos encharcados. Otra cosa, como he dicho,
era la sensación que te dejaban los balonazos, sobre todo los inesperados,
que como en la vida son siempre los que más duelen.
Y por supuesto estaba el frío y la lluvia de las
mañanas camino del colegio, con el viento destrozando los paraguas, y
también aquella maravillosa sensación de los sábados y los domingos
desayunando en casa pan y mantequilla con el aroma siempre cómplice y
protector del café con leche o el colacao, cuando la leche era leche, y no
esos sucedáneas en tetra brik que no saben a nada. Entonces la leche nos
la traía Nicolás el lechero, y éramos los niños los que bajábamos con la
lechera cuando escuchábamos su llamada o cuando lo veíamos llegar cargado
de unos recipientes enormes que en muchos casos se iban ensamblando como
una Matriuska: nunca olvidaré el sabor y el color de aquella leche que
luego nuestras madres y abuelas mezclaban con el gofio que nosotros
también recogíamos religiosamente cada viernes por la tarde en el Callejón
del Molino. Eran tiempos de atavismos, de pequeños ritos cotidianos y
costumbres que nos mantenían quizá más atados a nuestros ancestros, a lo
mismo que ya habían hecho nuestros padres y nuestros abuelos muchos años
antes. También a ellos les mojó la lluvia sus recuerdos.
Quienes viven en un lugar, en cualquier lugar,
comparten siempre una patria de olores y recuerdos comunes que vale mil
veces más que cualquier papelucho o certificado a la hora de saber a qué
lugar del mundo pertenecemos, sobre todo cuando nos perdemos a muchos
miles de kilómetros de distancia, o cuando la distancia se confunde con la
impotencia que produce ver los destrozos y la desaparición casi diaria de
muchos de los elementos que conformaban nuestro pequeño paraíso. Pero
siempre nos queda ese olor, ese horizonte perdido y gris que nos regala la
lluvia, cualquier lluvia en cualquier lugar del mundo, para volver y
reconocer uno a uno todos los charcos en los quedaron flotando nuestros
recuerdos más lejanos.